Cuando daba misa en El Plateado, en el municipio de Argelia, Cauca, el padre Javier tenía que hablar fuerte. Su voz se enfrentaba a los a los parlantes que a todo volumen reproducían corridos norteños y vallenatos. Las prostitutas caminaban a todas horas frente a la iglesia y las cantinas nunca cerraban. Allí, en ese municipio del Cauca, la coca ha hecho estragos y solo el dinero cuenta.
Javier Porras llegó con 25 años a ocuparse de la parroquia de Argelia. No sabia lo que le esperaba: entierros, miedo, combates entre las Farc y el ejército como el que presenció recién llegado con un guerrillero disparando en sus narices una M-60 mientras un niño recogía todos los cartuchos en su saco. La guerra era un espectáculo que desde los argelinos seguían desde la ventana mientras el partido de fútbol continuaba en la cancha principal.
Ese solo día murieron tres niños que pateaban el balón y Javier no aguantó más: sacó un megáfono y comenzó a gritar intentando apaciguar las balas, urgido por proteger los niños. A media noche se presentó un guerrillero en su cuarto: “Vengo de parte del comandante Matera*. Si no quiere terminar como esos niños, quédese callado y deje de ser tan sapo.” Los nervios, el temblor de piernas, el sudor no le impidieron increparlo: “Yo acá no vine a defenderlo a usted ni a su guerrilla. Yo vine a defender la vida.”
A la mañana siguiente, cuando el padre regresaba a la casa cural después de hacer vueltas en el pueblo, se le acercó la presidenta de la junta de acción comunal: “Padre, mire debajo de su casa”. Javier se tomó su tiempo, pero ante la insistencia se agachó. Se arrodilló y vio una máquina. Era una bomba; esta sería la primera de las tres que le colocaron las Farc en su intento por borrarlo del mapa.
Javier se viste solo de negro, camisa tipo polo de algodón, pantalón negro y zapatos Vans negros. Lo único blanco es el caucho de la suela de los tenis. Las uñas se las pinta con esmalte transparente, y siempre las tiene cortadas y limadas, aún estando en la mitad de la selva. Para él, el aspecto físico es primordial: es la primera impresión que tiene la gente de la institución a la que pertenece.
Su primera tarea en Argelia fue reparar la casa cural que se caía a pedazos. No había iglesia, y él tenía que cocinar bajo un improvisado techo de bolsa de plástico negro. Con colectas en bazares recogió el dinero para levantar el templo, pero no fue fácil: los guerrilleros de las Farc y el ELN miraban al padre Javier como un infiltrado militar. Cuando se paraba en las tablas que hacían las veces de púlpito ante los pocos campesinos que se atrevían a ir a misa, los guerrilleros enfusilados se hacían a la entrada para escuchar cada palabra.
Una semana después de aquella primera bomba, le dejaron otra en la basura. Los monaguillos la sacaron y estuvieron pateándola por quince minutos hasta que se rompió. Salió un taco de explosivo. Tenía un cable suelto y por eso no estalló. En dos años nunca pudo ganarse el favor de Matera*, el comandante de las Farc. Pero sí le pidieron que acudiera al bautizo de la hija del comandante de las Farc en medio de la selva.
Los elenos también se demoraron en aceptarlo. Un joven encapuchado con una pañoleta roja y negra comenzó a pintar con aerosol un Simón Bolívar montando a caballo de más de dos metros en la pared de la casa cural. Javier, con las piernas temblorosas, se le enfrentó: “Mi templo me lo respeta. Yo no le tengo miedo y si quiere nos enfrentamos”. Nunca había sudado tanto. Al día siguiente el mismo grafitero apareció en su oficina. Se presentó como El Mechas*. Era el comandante del ELN en la zona: “Padre, tiene mi respeto.” Desde ese día comenzaron a trabajar de la mano.
Después de tres años de vender empanadas para levantar cuatro templos en el municipio, de convocar carnavales en defensa de la vida, y después de que las Farc trasladaron a Matera* y nombraron comandante a Camilo* - un graduado de la Universidad del Valle - las cosas empezaron a cambiar.
El padre Javier logró unir a guerrilleros de las Farc y el ELN y bajar la presión sobre la gente. Comenzaron a permitir y hasta financiar celebraciones como el Día de la Madre. Se frenaron los asesinatos de limpieza social, y más bien le entregaban la lista al padre para que él convenciera a los jóvenes que cambiaran las prácticas. Poco a poco consiguió convertirse en el intermediario entre comunidad y grupos armados, un faro para los habitantes de Argelia.
Durante un año el padre Javier se quitó el cuello de clérigo unas horas al día para dar clases y durante cuatro años fue coordinador académico. Realizó convivencias entre padres y estudiantes, y hasta un retiro para los drogadictos del pueblo al que les llevó sicólogo, trabajador social y hasta bailarín. Después de ese último evento, más de 500 familias decidieron dejar de sembrar coca. A las Farc no les molestó mucho perder esos cultivadores porque ya estaban en los diálogos en La Habana y tenían que mostrar otra cara de la guerrilla.
Estaba en su oficina cuando le llegó de Popayán la noticia del traslado. Debía dejar El Plateado, habían pasado cinco años. Las Farc y la comunidad enviaron cartas pidiendo que dejaran al cura que cambió la cara del municipio, pero la orden fue tajante. Javier acató, pero decidió despedirse por la puerta grande: logró que el Grupo Folclórico del Divino Niño - que él mismo había fundado - fuera aceptado en el concurso nacional de música en Zambrano, Bolívar. Solo había un problema: los 22 muchachos de su chirimía no tenían cómo llegar hasta la Costa Caribe.
Se sentó con las dos guerrillas y logró que el ELN le diera $4 millones, mientras que las Farc hizo empanadas y un bazar para conseguir la misma cantidad de plata. Era una inversión rentable: cada uno de esos niños y jóvenes, para poder ser buenos en el baile, dejaron de parrandear, fumar y tomar. Cambiaron su vida.
La chirimía viajó y ganó. Fue el último acto de Javier como cura. Empacó sus maletas y volvió a Caldono, Cauca, donde nació, pero acompañado por dos chivas de argelinos que decidieron dejarlo instalado en el pueblo. Volvió después de 16 años rompiendo las reglas: ningún cura puede predicar en su tierra. Fueron 16 años recorriendo el departamento para poder volver a su pueblo. Cuando se fue en medio de la guerra soñaba con ser músico, pero volvió como cura a un pueblo en paz.
Atrás habían quedado los días en que a solo 30 metros de la estación de Policía de Caldono, la casa cural se estremecía con cada pipeta de gas que lanzaban las Farc. Pero desde que la guerrilla y el Estado firmaron el armisticio, el padre Javier la convirtió en un centro de vida: desde las seis de la mañana hay movimiento en la cocina y los viejos del pueblo comienzan a entrar por las puertas para pedir ayuda o consejos. Más que un centro de poder, la casa cural es un lugar para los desprotegidos.
Quiere que campesinos e indígenas vuelvan a creer en la Iglesia y ha hecho del arte, desde imágenes religiosas hasta grafitis su arma. Cuadros que adornan no solo la casa cural sino todo el pueblo. Un cura que ahora, sin balas cruzadas ni miedo regrese la fe a este pueblo perdido en las montañas del Cauca.
@jjjaramillo2
*Nombres de los comandantes cambiados por seguridad.