Yo no sé si James Rodríguez ha leído La hojarasca, pero lo que hizo en el juego pasado frente a Uruguay fue lo mismo que Gabriel García Márquez hizo en su primera novela: detener el tiempo, fracturarlo, multiplicarlo, reventarlo en una infinidad de pedacitos de tiempo sobre el ancho espacio verde de la cancha de fútbol. Espacio y tiempo coexistiendo simultáneamente en un experimento artístico, estético, futbolístico, poético, lleno de misterio y sentido. Lo vi en la televisión, en una pantalla cubista, fracturada y dividida en muchos cuadrantes que permitía ver el mismo movimiento desde varios ángulos. Fue algo así como una patada. Pero fue mucho más que eso: una patada larga, musical, articulada desde la cabeza hasta los pies. Flexible y llena de música contenida. Primero, detuvo la pelota con el pecho, y, luego, la pateó con la izquierda dando un giro de danza clásica como si estuviera en audición para una escuela de ballet. Fue una patada filosófica, con la hondura, la belleza, la respiración, y hasta con el saltito cacofónico de un verso aliterado. Lo que hay entre la rodilla y el empeine del pie de James es la historia de la poesía.
Yo no había visto nunca un partido de fútbol, pero la semana pasada vi jugar a la selección Colombia y me pareció que con James y Cuadrado uno podría explicar todo lo que existe en la vida porque su juego lo contiene todo: desde el arte y la política hasta el concepto de tiempo y espacio. O puede no haber nada: eso depende. Depende del espectador. Uno puede ver sólo las zancadillas y las mordidas y los gruñidos: entonces el fútbol no pasaría de ser una forma obscena de la política, con sus zancadillas electoreras y sus mordidas al erario público y sus gruñidos en twitter. Pero si el que lleva la pelota es alguien como James, ese guardián entre el centeno del fútbol musical, la cosa cambia. Porque todo lo que toca un artista con su mano (o con su pie) lo convierte en arte. O, así parece que sucedió con Marcel Duchamp: se le ocurrió que un inodoro podía ser algo más que un inodoro. Y un inodoro que hasta entonces cumplía funciones de inodoro, Duchamp le dio dimensión estética y lo convirtió en obra de arte. James convierte el fútbol en la forma poética más cercana a la respiración. Y hace que el tiempo se detenga y se inmovilice en un espacio memorioso que multiplica hasta el infinito cada movimiento. El tiempo se espacializa y James patea como si lo hiciera con un bate de béisbol.
Hablo de James Rodríguez y de Juan Guillermo Cuadrado, pero también de toda la selección Colombia que juega con la estructura sincrónica de un soneto. O, si el lector lo prefiere, con el ritmo acompasado del jazz: rápido, inmediato, vital. Una experiencia musical directa, espontánea y colectiva.
No creo que alguien pueda patear el balón como lo hace James Rodríguez, porque es algo imposible de realizar: es como patear la luz y hacer con ella una curva en el aire. Y eso es lo que ha hecho James en todos los partidos en los que ha jugado. Ha jugado a la pelota, pero no al fútbol inglés, inventado por los ingleses, sino a la pelota, inventada en el siglo XVI por los mayas del Popol Vuh: una forma de liturgia, de celebración religiosa. Por eso, mientras lo que para otros es un juego, para James es un ritual, una misa, un sacrificio. Cuando patea, James detiene el tiempo, el espacio se moviliza, y una semana después, la pelota sigue atravesando las páginas de los periódicos. Si Gabriel García Márquez no hubiera publicado La hojarasca en 1955, James la hubiera escrito de un tirón. O, mejor: de una patada.
.