Llegó la difícil Venezuela a enfrentar a Colombia. Pero esta vez lo hizo con un novel equipo. Un puñado de jovencitos menores de 20 años, la mayoría.
En la cancha, en los primeros minutos, fue fácil advertir que la Venezuela de Dudamel era un equipo con deseos, brioso, pero liviano. Y creíamos que con el discurrir de los minutos, los encopetados muchachos de Pékerman jugarían a sus anchas y resolverían el partido y la cantidad de incógnitas de esta durísima eliminatoria suramericana.
No ocurrió así. James observaba desde el banco el enredo que habían armado sus compañeros. Lo vimos levantarse de la silla y con cierto ademán de entrar a jugar. James veía lo que todos observábamos. Una defensa sin claridad para salir con la pelota. No hay en Colombia dos laterales que puedan utilizar el balón con criterio.
Veía James, que quería entrar, cómo en la mitad el pobre Carlos Sánchez luchaba por contener a los jóvenes venezolanos o cómo Barrios no entregaba un balón. Veía a Cardona, con sus kilos de más y sus movimientos paquidérmicos y, cómo no, veía a Cuadrado, embelesado en sus filigranas, en regates banales, en su fútbol como de chiquillos que desgastan el atardecer en los parques.
Imagino que veía a Chará, del que la prensa se ha obnubilado, pero que no pasa de ser un delantero apenas suficiente para el nivel del fútbol profesional colombiano.
James, a quien el Bayern con voz altisonante de todopoderoso, no permitió jugar, observaba impotente a Falcao, que, muy solo, se retrasaba para intentar hallar un balón y crear el peligro que sus compañeros de la mitad no podían.
Los jóvenes venezolanos no solo aguantaron, sino que tuvieron claras posibilidades de gol. La Colombia de Pékerman lucía atropellada, imprecisa, y uno a veces terminaba pensando que los sub 20 eran los de Pékerman.
Luego vimos algunos cambios. El ingreso de Giovanni Moreno, por ejemplo. Era su gran oportunidad. Digo, la de pedir el balón, dar orden, ser el mejor sustituto de James. Pero nada. En los momentos difíciles se escondió. Y, como sus compañeros, muy a la colombiana, no hubo quién asumiera responsabilidades cuando el encuentro se hizo más complejo.
Podían haber jugado tres días, y Colombia, con sus trompicones y desaciertos, no hubiese llegado al gol. No hubo elaboración de juego. No hubo mentalidad ganadora. No hubo un patrón, una línea de juego. Qué lejos de aquella selección de 2013 y 2014. Desteñida, plana, errática. Pero como esta eliminatoria está arropada por la mediocridad, pues esta Colombia es segunda y muy seguramente llegará a Rusia, así no tenga cómo ganarle a Brasil, que venció a Ecuador apenas caminando.
Sin embargo, el día del partido con Brasil estará James y con él regresarán las ideas y la creación, un paliativo apenas para una selección desdibujada.
Y uno vuelve a los escritos de Albert Camus, a recordar su sentencia de que las selecciones son el reflejo de los países. Y esta de Pékerman está tan descuadernada como lo que vemos y oímos cada día que nos levantamos. Claro, cuando tenemos ánimo para levantarnos.