Colombia es una crónica interminable…
En los años noventa, una ciudad al sudoeste de Colombia estaba contextualizada con calles tropicales, contagiada de música, con espacios de tertulias sobre cine, filosofía y literatura. La gente estaba ambientada por el jazz, rock and roll y salsa.
La de los noventeros de Cali era una generación nutrida de expresiones intelectuales y artísticas. Una herencia escrita por Andrés Caicedo, mezclada con la composición salsera de Los Bunkers, La Gran Banda Caleña y el Grupo Niche de los setenta. Por parte del rock, llegó la influencia importada de The Beatles.
Sin embargo, dicha ciudad, como muchos otros lugares del país, tenía su lado nocivo. Conspiraba una atmósfera de desdicha, porque en aquella época, las bandas criminales organizadas estaban en sus mejores tiempos, vendiéndole el alma al diablo mientras adoraban a su diosa: la cocaína.
Sí, la cocaína era la diosa y se propagaba como un credo religioso en el mundo por una cúpula de brillantes mafiosos que conformaban el Cartel de Cali. Los hermanos Rodríguez Orejuela, José Santacruz y Hélmer Herrera organizaron esta mafia, eran reconocidos en todas las clases sociales como distinguidos empresarios y parecían prácticamente los dueños de la Sucursal del Cielo, administrando el llamado negocio maldito.
El periodista caleño Raúl Benoit, quien investigó a los hermanos, en su libro Prohibido decir toda la verdad, narró que: los Rodríguez aspiraron pertenecer a la “aristocracia criolla” en donde les fue permitido hacer negocios ilícitos con el mismo Estado.
Consolidaron Drogas La Rebaja, compañías inmobiliarias y de inversión, siendo los dueños de 1.500 propiedades; también conformaron medios de comunicación, por ejemplo, el Grupo Radial Colombiano con 45 emisoras avaladas por el Ministerio de Comunicaciones. Corrompieron jueces, policías y presidentes, dice Raúl.
El narcotráfico del Cartel de Cali untó los grandes negocios de Colombia; era como un pulpo haciendo suyo lo que quisiera con tentáculos inquietos, y dentro de sus espacios conquistados estaba la industria musical y el espectáculo.
Jairo Varela, la leyenda salsera, en su vaivén de la música recibió la opulencia de los narcos. En 1995 estuvo en la cárcel por enriquecimiento ilícito; un año después quedó en libertad por fallas en el procedimiento, pero volvió nuevamente a prisión en 1998.
Sus nexos consistían en aceptar dinero en cheques en forma de pago por presentaciones musicales provenientes de estos “aristocriollos”. Por otro lado, su hija Yanila Ester fue novia de Jhon Gaby Valencia, jefe de seguridad de Hélmer Herrera, a quien lo conocían como “Pacho”, el tercero al mando del Cartel.
Varela se volvió prisionero físicamente, pero la mente y corazón estaban libres. Aprovechó la musa de su realidad entre las rejas y compuso decenas de canciones como, por ejemplo, A prueba de fuego que, en pregones, cantaba acerca de falsas acusaciones y la no libertad: “de qué valió poner en alto, en lo más alto mi bandera altanera, si el premio que recibo, sin motivo, es una larga condena”.
El mundo reconoce a Jairo como icono de la salsa y Cali lo adoptó como una identidad. Simbólicamente el artista está representado en un museo que montó su hija Cristina, al lado de una plazoleta dedicada a él, en la Avenida 2 Norte con calle 100.
El diseño arquitectónico está bajo un concepto de cultura identitaria, y tiene un monumento que dice “niche” en forma de trompeta.
Al interior de los pabellones del instrumento que están como base de cada forma que representa una letra, se escucha salsa: la canción Cali pachanguero, (el himno del Valle calificado por Billboard como una de las cincuenta canciones más populares en el mundo).
En cada pabellón, la canción suena desde diferentes referencias, en uno los vientos, en otro la percusión, en otro, voces y más variaciones musicales de la composición.
Los departamentos del país y sus lugares más recónditos, narran historias sumergidas en problemáticas complejas que intimidan la existencia de quienes vivimos aquí. Para ello, el arte brinda expresiones sanadoras a sufrimientos lidiados por las mafias.
Hacer arte, como lo hicieron Varela e incontables artistas, va más allá de una intención de catarsis, es una forma de construir identidad, cultura y relacionarnos con nuestro entorno, nuestra historia y territorio.
Colombia ha sido violenta, corrupta y narcotraficante. Pero las creaciones artísticas han desafiado esas realidades.
El país tiene tanta recursividad de historias que jamás terminarán.