Como has sido un animal literario tan particular, cuando pienso en ti (en el presente discontinuo de la estimación esencial, sin importar que el hombre acabe de morir, que no acabas de morir) a tu imagen se superponen especímenes de la fauna literaria. Te me fundes en la evocación y confundes con Bartleby, con Wakefield, con Robert Walser, con algunos personajes de Kafka incluyendo a Odradek, con la novela El desierto de los tártaros. Parecías no tener pulmones suficientes para reír, así que uno debía resignarse con el bosquejo de tu sonrisa más que en los labios en los ojos mansos, más idos que mansos, más vivos hacia adentro que hacia acá.
Jairo Gómez Rico se escondería en un suburbio de la vida y allí se sembraría a sí mismo, ejecutando que una prodigiosa maniobra del anonimato. Se internó entre los anaqueles de una biblioteca pública durante más de veinte años, justo hasta esta mañanita en que encontraron al muerto con su sonrisa lila en su casita de San Pachito, frente al parquecito de apenas veinte por veinte. Su sonrisa y su voz, sus publicaciones y su presencia en la vida se fugan hacia el diminutivo, como un roedor tímido, un ratoncito bibliotecario. Su sector, o mejor, su cuadra en Barranquilla se llama San Pachito, no San Francisco, por mucho que haya sido bautizado de esa formal manera dicho barrio en Barranquilla.
Sería sacrílego ofender su reticencia con homenaje alguno. El silencio sea su consagración. No ofender su sigilo entre las sombras de este mundo con farristas artículos en el diario local pecando de rocambolescos. Evoquémoslo al tropezarnos en una esquina, en voz bajita, ojalá con una interjección, un reflejo húmedo en la pupila apenas.
Aunque Rico sea uno de sus apellidos, es un muertito estrato uno, apenas de su casa, de su cuadrita que ciñe el parquecito a lo sumo, así que, para su complacencia fortuna no lo evocará ninguna estatua. No vayan por favor a su velatorio, que nunca quiso visitas en casa, ni menos a su sepelio. No lo lleven en hombros a él, que quiso deslizarse a vivir debajo de las suelas de nuestros zapatos, como un insecto escapado de un sueño. Quería ser aplastado como el bicho raro que era.
Jairo Gómez Rico era un dada-nadaísta retroactivo. No redactó manifiesto alguno ni protagonizó un solo happening. No escandalizó a ninguna monja ni llevó pancarta alguna en manifestaciones públicas. La palabra público parece haberle sido repugnante. Jamás se disfrazó de otro ni siquiera en el carnaval de Barranquilla, la ciudad en que nació y estuvo escapando sin jamás salir de ella un solo día. Imprimió una hoja con el nombre de una región rodeada de “dulce y triste melancolía”, Arcadia.
Jairo Gómez rico es el muerto más dulce del mundo y su 1935 no es precisamente el peor de los poemas escritos en este país:
1935
(Fragmento)
En 1935 se usaban pantalones anchos
de tristes pinzas
Camisas embutidas planchadas en algodón.
Por entre las fotos brotaban tonos marrones
por mucho que no se deseara.
En cualquier parte colgaba el sombrero
de algún decapitado
por lo general de color gris.
Mantos de tenuidad cubrían la tarde
que crecía y crecía buscando sangre
Las parejas se amaban con las ansias de los
que se amaban por última vez.
Después la costumbre se instaló en ellos
Aun así se podía vivir
El aire alcanzaba para todos.
Jairo Gómez Rico murió en Barranquilla, Col., el 31 de agosto de 2016.