Iván Parra, el último romántico de la radio que falleció esperando un riñón

Iván Parra, el último romántico de la radio que falleció esperando un riñón

Era un escritor que no escribía. Su amplia cultura y su trasegar por la vida, por los libros, por el mundo y por los toros le eran suficientes

Por: Ricardo Rondón Chamorro
noviembre 24, 2020
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Iván Parra, el último romántico de la radio que falleció esperando un riñón
Foto: Abel Enrique Cárdenas O.

Los domingos, en el umbral de la cantina La Macarena, costado norte de la Plaza de Toros de Santamaría, se reunían los viejos de La Perseverancia a empinar el codo con sendas botellas de cerveza, algunos armados de chicharrones reventones, de pinchos de carne de tercera, o de mazorcas asadas relucientes de margarina.

Al establecimiento, en temporada, llegaban presurosos los aficionados de gallinero a llenar sus botas de manzanilla y aguardiente, y mientras el dependiente hacía su trabajo con un embudo de plástico, pasaban a desocupar sus vejigas a un dompedro amarillento curtido de micciones prostáticas, de penetrante olor amoniacal que hizo célebre el chuzo cuando empezaron a llamarlo el orinal de oro.

Eran mediados de la década de los 80, y quien escribe estas líneas, picado por el duende de la fiesta brava, se agregaba desde la una de la tarde a la concurrencia de veteranos que gozaban de sus conversas y chistes desfachatados, y de las miradas acuciosas a los carteristas que hacían de las suyas en nalgatorios masculinos y en los bolsos de señoras y señoritas emperifolladas, en medio del apretujón de aficionados, vendedores de botas, chubasquillos, cojines y capas, y cualquier cantidad de pretextos relacionados con el ambiente taurino.

La estridente música que despachaban unos parlantes agujerados empotrados en lo alto de una estantería repleta de botellas de lúpulo y aguarrás, y en la que sobresalía una empolvada cruz de mayo, un cuadro del Sagrado Corazón, otro de María Purísima alumbrada con una veladora, y uno más del arruinado que vendió a crédito y del próspero que vendió al contado, daba cuenta de los rezagos etílicos de diciembre con sus fanfarrias de Pastor López, Los Hispanos y Los Graduados, pero también del cancionero del recuerdo en las voces de Alci Acosta, Óscar Agudelo, Orlando Contreras, Helenita Vargas, Rolando Laserie, Vitín Avilés, entre otros; igual que las tandas intermedias de pasodobles toreros que avivaban la llama del festejo.

Sobre las dos y media de la tarde cesaba la música para dar paso a la transmisión radial en la antesala de la corrida. Los aficionados aligeraban paso para ingresar al albero, y así se iba despejando la vía pública, que quedaba a órdenes del comercio callejero de sombreros, ponchos, botas, manzanilla, fritanga y cerveza por canastas.

Los que quedábamos por fuera por falta de boleta —¡cómo sería la fiebre y el espíritu de afición!— no teníamos otra alternativa que acampar en el orinal de oro para no perder detalle del acontecer de la corrida, y apropiarnos como si ocupáramos tendidos de la vibración del espectáculo a través de la radio, desde los actos protocolarios hasta los clarines del último toro que arrastraban las mulillas al destasadero.

La voz que obraba esa magia, la de contarnos en minucias y con un castellano romántico con guiños a los rapsodas del Siglo de Oro Español, era la de Iván Parra Díaz, un abogado externadista que en su juventud quiso ser figura del toreo, y que alcanzó a vestirse de plata, pero que reparó a tiempo cuando se dio cuenta que enfrentarse al cornúpeta iba más allá de las ilusiones de los advenedizos que sueñan una gloria destinada, cada siglo, a contados privilegiados.

En la voz de Parra Díaz, y en las de sus compañeros de transmisión, en esa época, don Ramón Ospina Marulanda y Guillermo Rodríguez Muñoz, consumado poeta de los callejones, nos dejábamos llevar por la emoción que contagiaban sus micrófonos cuando se producía esa perfecta conexión entre toro y torero, la casta y el artista, la bravura y el temple, esa exquisita danza lírica del hombre con lo imposible, la del arte en su pureza y en su interpretación magnífica. Oíamos corear los olés del público exaltado, y a la vez acatábamos las pausas de sus profundos silencios.

Al final, curiosos y soñadores de distintos pelambres se apostaban al frente de los portones que conducen al patio de cuadrillas para saludar a los triunfadores, figuras de aquellos tiempos como los españoles José Ortega Cano, Juan Mora, José Mari Manzanares, Manuel Jesús El Cid,  Roberto Domínguez, y colombianos de la talla de Enrique Calvo El Cali, Jairo Antonio Castro, Jaime González El Puno, y el más grande de la tauromaquia nacional, César Rincón, que en el memorable verano del 91 tocó el cielo de Madrid con su gesta apoteósica.

La plaza quedaba vacía y las tascas y restaurantes de sus alrededores a merced del gentío excitado de faenas y trofeos, presto a celebrar como las leyes del remate obligan, entre viandas y frituras, botellas de lúpulo, aguardiente y vino, un festín animado por papayeras, conjuntos vallenatos, tríos, tunas; émulos de Enrique Morente y Camarón de la Isla, que se prolongaba hasta altas horas de la noche.

Quien narra estos párrafos aprovechaba los intervalos posibles para actuar en solitario como mensajero del romancero popular que tocaba las fibras nostálgicas y bohemias de la concurrencia. Poemas como El brindis del bohemio, Penas y alegrías del amor, La leyenda del horcón, El duelo del mayoral, y las infaltables lorquianas del bardo granadino que era azul en nuestro oscuro aire: La casada infiel, Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y Muerte de Antoñito el Camborio (cuando las estrellas clavan / rejones al agua gris, / cuando los erales sueñan / verónicas de alhelí / voces de muerte sonaron cerca del Guadalquivir), entre más de cien páginas que en capítulos precarios remitían a pasar el sombrero, al final pletórico de propinas.

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Foto: Abel Enrique Cárdenas O.

Años después, cuando oficiaba como cuartillero de judiciales en el diario El Espacio, que trascendió como decano de la crónica roja, y en ese tránsito desafiante y doloroso de levantar el muerto diario de cada día, me gané para honra y gusto de aficionado un cupo en el callejón de la Santamaría, vecino al que por más de dos décadas ocupó Iván Parra Díaz, hijo ilustre de Armenia capital, como él nombraba a su tierra, a quien jamás le vi tomarse una copa de vino en un acto social o relacionado con el mundo del toro. Prefería un vaso de Coca Cola.

Iván no solo tenía una concepción estructurada de la tauromaquia, de la que él se apropiaba como filosofía de vida, sino que era un hombre de cultura amplia, sólida, de una riqueza universal que sabía contextualizar con lujo de detalles en sus narraciones. Alrededor del rito hombre-astado, fluía a su aire en citas históricas, geográficas, y con referencias a todas las artes: la pintura, la música, la poesía, el ballet, la literatura, la arquitectura.

Parra era un escritor que no escribía. Lo confesó en varias entrevistas que le hice: “Soy perezoso para escribir”, decía. Pero bastaba encender el micrófono y ponerse los audífonos de aviador para sentar una cátedra elocuente, cimentada en sus lecturas impostergables, en el conocimiento, en los viajes por el mundo (donde se abona la mejor cultura), en el trasegar de la vida, y esa vocación por los toros, el último rito pagano de la civilización que promovió y defendió a capa y espada.

Como el toro de lidia que en la dehesa bebe agua del pozo en que se refleja la luna, Iván llevaba impresa la escuela de los viejos cronistas entablerados en Cañaveralejo, que hicieron historia en las transmisiones de la Feria de Cali entre los 70 y finales de los 90: Paco Luna, Eduardo de Vengoechea, Vicente Gallego Blanco y Hernando Espinosa y Bárcenas. Por esa academia de eruditos se fue en solitario y creó su propia escuela en estaciones como el Grupo Radial Colombiano y Caracol Radio, donde fundó Tendido 7, que a lo largo de 22 años se constituyó en el espacio taurino de mayor audiencia en Colombia.

Tal era su pasión y entrega por la tauromaquia, que aquejado por la diabetes insufrible y demoledora de los últimos años, hasta enero de este año se le vio en los puestos de transmisión de las plazas de Cali, Manizales y Bogotá, rodeado de sus compañeros de narración y comentarios: Julián Parra Díaz, su único hermano, Alberto Lopera y César Rincón, de quien fue mentor y promotor en su periplo de matador de toros cuando Rincón, adolescente, hijo de un humilde reportero gráfico de El Espacio, soñaba la gloria en el patio de su casa del barrio Fátima, de Bogotá, sorteando verónicas con un saco de lana a un gozquecillo.

¿Cómo se las arreglaba Parra para cumplir a sus compromisos radiales en esas condiciones apremiantes de salud? Nada fácil: en la ciudad en la que se encontrara, coordinaba con médicos de confianza las tortuosas y agotadoras sesiones de diálisis. Del resto se encargaba la Virgen de la Macarena, que es la santa patrona de los toreros, y el amor y la esperanza afincadas en su familia: su señora esposa Patricia Albarracín, su hija Alejandra, ponderada sicóloga analítica, astróloga y fotógrafa, madre de Luciana, de 9 años, la niña de los ojos de Iván, su epifanía, como él la halagaba.

Fue en 2015 cuando Iván recibió de la diabetes su primer aviso con serias complicaciones renales que le demandaron el trámite incesante de un riñón en donación, según el Observatorio Mundial de Trasplantes (ONT), uno de los órganos más escasos y solicitados en el mundo, que solo depende de la iniciativa de donación de una persona viva, de la cultura del buen donante, que no es la más fortalecida en Colombia. Y de la mano de Dios…

Pero como Dios está hasta la coronilla con este mundo enloquecido y patas arriba, el riñón nunca llegó, y el aviso definitivo de comparecencia en el más allá le sonó a Iván Parra Díaz a los 62 años, en la mañana lluviosa del sábado 21 de noviembre de 2020, en Bogotá, la señora capital en la que forjó un legado como una de las grandes y más recordadas voces del dial, no solo en el toro, sino en programas como Pase la tarde, Hola buenos días, La ventana, y de grata recordación la conducción del Primer Café, el noticiero matutino de Canal Capital.

Ahora que apeado de gabán y paraguas recojo sus pasos por los alrededores de la Santamaría, y por el tramo de la otrora cantina La Macarena y de otros nichos y tascas hace tiempo desaparecidas de esta ciudad triste y vacía, como la muchacha que en la salsa milonguera de Héctor Lavoe y Willie Colón, va llorando una traición con amargura por aquel que le decía que era su amor y su locura…, traigo a la memoria frases de su cosecha como nacer es empezar a morir y uno no se da cuenta, o, la vida no es más que un relámpago entre dos noches.

Se ha ido Iván Parra por la puerta grande de la vida, y con la satisfacción del deber cumplido. Y se le recordará con el cariño de la gente que lo acompañó sin condiciones en las faenas que señala el destino. La gente que a Iván le gustaba, la que cuando saluda te aprieta la mano con fuerza y sin dudas, la que te mira de frente y te dice a la cara aquello que siente…, como rezan las coplas de Cuco, Manolo y Romero, los juglares jerezanos de a A dos Velas, que el último romántico de la radio adoptó como la banda sonora de Tendido siete y de sus transmisiones taurinas.

Hasta siempre, maestro…

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