Cien días después de la elección presidencial de Iván Duque ha sido tiempo suficiente para retirar el velo de idoneidad, cincelado sin piedad en los cráneos de los diez millones de votantes colombianos, cuya educación superior consta, en mayor medida, de una copiosa dosis de cátedra televisiva concentrada en la farándula criolla, el periodismo amarillista, el omnipresente y desabrido fútbol nacional, y el tradicional maniqueísmo político colombiano. Cien días que se nos presentan como una obra de teatro surreal, en la que las cosas absurdas son ciertas y el sentido común ha tomado vacaciones en las profundidades del olvido, pues no hay formas mejores de explicar, razonablemente, que una sociedad contemporánea haya elegido por presidente a una persona sin ninguna credencial para serlo, de la misma forma que es ridículo pensar que se elija por capitán de un barco a un tipo que no conoce el mar. A ese nivel de inflexión ha llegado nuestra capacidad de tomar decisiones.
El desastre de estos cien días no es más que la entrada porque faltan todavía mil trescientos sesenta días de desgobierno del infante que hemos elegido para determinar los destinos de la nación. Los medios de comunicación lo presentan como un tipo cool, dispuesto al diálogo y que se esfuerza por hacer las cosas bien como si esos fueran los ingredientes suficientes para gobernar un país, pero abiertamente nos están condenando a cuatro años de ostracismo indigno, donde reina el desprecio por la educación, por la justicia, por los pobres, por el medio ambiente y por la misma clase media que lo llevó al poder para comprobar que la mejor forma de comprender el dolor y la vergüenza ajena es cuándo pasamos por el mismo camino que ha pasado el desgraciado. La burla arrogante contra nuestros hermanos venezolanos nos pasa factura cuando nuestro mandatario habla de Blanca Nieves y los siete enanitos como sustento teórico y filosófico de su propuesta económica frente a los mandatarios reunidos en París hace apenas unos días. Como dice la sabiduría de nuestros abuelos: la lengua es el azote del sieso.
Mientras Duque considera que su principal función es viajar por el mundo, al mejor estilo de Pastrana, reunirse con “celebridades” musicales como Maluma y Silvestre Dangond, posicionar amigos en cargos públicos, nombrar Ministro de Hacienda a un tipo que considera que el salario mínimo en Colombia es ridículamente alto y que propone aplicarle el IVA a la canasta familiar, otorgarle la Cruz de Boyacá a un tipo cuyo mayor triunfo fue haber validado el bachillerato por estar “metido en la política” según su misma confesión, defender al Fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Martínez, acorralado por las acusaciones de corrupción del caso de Odebrecht y llamar presidente a un anciano expresidente que ahora es senador; sus propios votantes están comprendiendo el tamaño de su error y eso se le debe reconocer al presidente Duque porque lo que más necesita la sociedad colombiana es despertar del letargo al que se ha sometido voluntariamente por depender de una única fuente informativa representada por RCN y Caracol.
Iván Duque debe sentirse como el niño que quiere jugar en el parque pero ha sido obligado a recibir decorosamente a los amigos de sus padres enfundado en la ropa que menos le gusta, hablando de temas que poco le importan y guardando una compostura completamente ajena a su naturaleza de mocoso inquieto y rapaz. De cierta forma es un castigo proporcional por tratar de meterse en conversaciones que escapan a sus capacidades y cuyas consecuencias directas son la vergüenza familiar. Más o menos así nos hace sentir cada vez que sale con algún disparate que nos pone a la altura de Nicolás Maduro y nos reconfirma que seguimos siendo hermanos más allá de las fronteras geográficas.