Si lo miramos con ojos desprovistos de apasionamientos sectarios, lejos de la óptica monocromática del sesgo uribista, es un buen sujeto. Uno de aquellos anfitriones que te ofrece vino caliente y sano entretenimiento mientras estás en la sala de su casa. Un hombre normal, un oficinista conforme con su sueldo mensual y su linda familia para el cual los fines de semana significan esparcimiento familiar al lado de los suyos. Un prototipo limpio de lo que era la clase media, hace algunos años, cuando las políticas económicas no la habían golpeado tan severamente. Un hombre inocente de ideologías y partidismos, sin convicciones profundas ni opiniones inamovibles, con puntos de vista mesurados, bien pensados para no incomodar a quien no se debe. Como sus copartidarios, precisamente. Pero su error más grande —lo comprende arrebujado en la poltrona elegante del salón de reuniones de té, en la Casa de Nariño, mientras los camarógrafos y técnicos alistan los equipos para la entrevista— fue haber permitido que lo postularan, desde el contubernio de hipócritas sedientos de sangre que conforman su partido político, a la presidencia de la república.
Fue ahí, en ese momento en que su nombre sin importancia comenzó a sonar para hacer contrapeso a las ambiciones castrochavistas de la izquierda, que amenazaba desde los cubículos electorales los privilegios que por años han detentado las familias de bien, cuando a este funcionario mediocre y sin luz se le acabó el paraíso adánico de su comodidad para ser zarandeado según las conveniencias personales de sus jefes, los directores de los partidos políticos tradicionales y los banqueros que financiaron su aventura política. En esa contemplación extática, mientras contempla por el ventanal del palacio que da a la plaza de Bolívar cómo arde Roma, reflexiona sobre la felicidad ignorante de su pasado y le es inevitable la nostalgia de lo perdido. Cuando un charco de sangre lo asalta entre las alfombras elegantes del salón de té y le mancha los zapatos, minutos antes de grabar la entrevista en inglés que algún funcionario de oficio le sugirió hacer para paliar su imagen desfavorable e intentar ganar la conmiseración general, advierte que no sabe qué hacer y que este platanal se le salió de las manos.
Pero su consuelo está, precisamente, en su inocencia: no es su culpa. Y de seguro así se lo dijo, incluso desde antes de ser nominado como candidato, a su jefe inmediato: el innombrable, aquel que lo infló como salvador y ahora le da la espalda para salvarse él mismo de la debacle en que naufraga su partido político, su imagen de mesías prometido y su legado. Aunque sabía que no estaba preparado para asumir semejante responsabilidad, que nunca en su vida ni siquiera había administrado la mesada de estudiante que le asignaba su familia, ese innombrable lo convenció de asumir su rol salvífico bajo la promesa de asesorarlo, si esto se tornaba así de catastrófico. Y pasó su año de aprendizaje, y llegó al 2019 con las primeras protestas, pero la pandemia le dio resuello a su inexperiencia en el arte de mandar.
Y así, entre bandazos, aquel aprendiz a caudillo se esforzó inútilmente en dar la talla, llenar los zapatos del que nunca pensó ser, pero tal talla y tales zapatos son tan inmensos que lo desbordan. Minutos antes de grabar la entrevista, frente a la cámara que lo ausculta con saña, reflexiona en aquella vida irresponsable, pero feliz que tenía cuando no era nadie y llega a la descorazonadora conclusión que lo humaniza frente a los que están a su alrededor: es inocente de cuanto lo puedan culpar. Y eso lo tranquiliza. Y así lo repite frente al lente que lo requiere: como un mantra, una y otra vez declara su inocencia. En todo momento, la culpa es de los otros, pero nunca suya. Es como aquel que se postula para un empleo y para ser contratado miente en su hoja de vida. Y una vez en el ejercicio del mismo, no sabe cómo deshacer el lío en que por ineptitud o por torpeza, se ha metido. Yo le creo.
A Iván Duque hay que imaginarlo como aquel impertinente que no invitamos a los asados familiares entre amigos, pero que busca la oportunidad para llegar al convite con una guitarra en la mano y un balón en la otra con la excusa soterrada de amenizar la reunión. Y lo logra: el entretenimiento es pagado con porción de carne y cerveza. Sabe que es chivo expiatorio de fuerzas más grandes que él, mucho más poderosas que el poder que llegó a tener entre las manos y ahora, frente a la cámara que sigue encendida escuchando sus descargos como gobernante, llegó a tener en algún momento. Mientras se responde a sí mismo, se convence de que esa pieza publicitaria de emergencia le será testimonio en el futuro próximo, el 8 de agosto de 2022, cuando su investidura presidencial pase de manos y vuelva a ser, por la providencia o la rutina, el hombre feliz que siempre quiso ser. La cuestión es si, en verdad, es inocente.