Era el verano soñado, aquel donde lo imaginado tiene visos de hacerse realidad, las fantasías tomar cuerpo, donde los sueños sueñan que no son sueños sino palpables rayos de luz que contagian la alegría de algo que está a punto de llegar y añorado por largo tiempo. Así lo pensó Matteo Salvini llegó a concebir que sería el verano de su vida, los dioses estaban de su lado, se había convertido en la vedette de las playas italianas. Su foto en bañador con, “chicas que a uno lo ponen muy mal”, como en la canción de Salvatore Adamo, inundaban las redes sociales, donde es el rey de los videoselfies en directo. Salvini reía gozoso, disfrutaba como un ragazzo felice. Se sintió dueño de Italia, el poder a sus pies. Las encuestas así lo decían. Sería más ambicioso que Pompeyo, transformaría la bota, ni su madre la reconocería. Pero… el verano de los portentos se desplomó, los sueños se hicieron papilla. Todo lo que pensó en la bautizada “crisis más loca del mundo”, desencadenada en agosto por Salvini, le salió exactamente al revés, ahora el resuello no es el mismo de antes, se ha desinflado en las encuestas. El capitano soberanista ha dado un paso en falso que le ha costado pasar de primer ministro en la sombra al incómodo lugar de sentarse en la ‘poltrona’ de la oposición.
Alemania lo ha dicho abiertamente, respira tranquila sin la presencia de Salvini. Su salida del gobierno significó para Italia pasar de ser antieuropeo a país europeo. Un país que había perdido la risa y vivía en el miedo al cesarismo, que Salvini revivió cuando en agosto, el día 8, luego de liquidar el pacto de gobierno con el Movimiento Cinco Estrellas, lanzó un mensaje de contenido autoritario: “Pido a los italianos que me den plenos poderes para poder hacer, en la próxima década, lo que hemos prometido”, porque sospechaba una mayoría absoluta que en últimas se disolvió como por arte de magia.
Ni Salvini ni nadie podía imaginar una alianza entre M5E y el Partido Democrático, Pd, con programas opuestos: Europa, el presupuesto o las reformas sociales. En su fracasada coalición con la Liga, nacionalista de derecha, M5E apoyó una política en parte racista, contra Europa y antifiscal. El nuevo pacto de gobierno es producto de un milagro, no hay otra explicación. Era poner en el mismo redil al lobo y al cordero. Que liberó al país de nuevas elecciones y, como dice el expremier Mario Monti: “En Italia se escapó el peligro. Regresamos a Europa”.
Hoy flota —es jugar con fuego— la vaga y lejana idea de que Italia es otra, ha recuperado —en cosa de muy poco tiempo— el respeto internacional, casi ausente en el gobierno amarillo-verde, los colores de M5E y la Liga del Norte. La estatura del nuevo ejecutivo, amarillo-rojo, se agigantó, recuperó la auténtica dimensión de ser uno de los países fundadores de Mercado Común en 1957, de ser la cuarta economía de Europa, de país llamado a liderar el desafío de colocar y dinamizar a la Unión Europea como uno de los ejes que puede brindar respuestas a los problemas mundiales. En un abrir y cerrar de ojos, Italia pasó de ‘país enfermo de Europa’ a soñar con un papel de liderazgo en “el proyecto europeo con visión de futuro, sostenible y equilibrado desde un punto de vista ambiental, social y territorial”, dijo el presidente Sergio Mattarella. Pero siempre serán palabras lejanas, vagas —generadoras de figuras totalitarias—, que nada tienen que ver con la realidad de los ciudadanos agobiados, mientras el sistema político no demuestre con hechos que puede darle un vuelco al constante y progresivo deterioro de sus estructuras económicas, sociales y políticas.
El nuevo gobierno de M5E-Pd, amarillo-rojo, debe, necesita, es urgente que muestre actos y acabe con el palabrerío estéril, que solo produce desconfianza, porque una de las causas más graves que padece el sistema político de los azzurri es la desafección de las clases sociales, los de abajo y los de arriba, a sus élites dirigentes. Esta enfermedad es uno de los aspectos más delicadas de la crisis que atraviesa Italia y que vive igualmente la democracia europea: el elector ha perdido la fe en sus sistemas de gobierno, la credibilidad en sus dirigentes decrece. Esta situación solo contribuye a fertilizar el terreno para que se peguen como lapas al poder figuras como Boris Johnson, o un fascista de las dimensiones de Matteo Salvini, cuyo único propósito es producir deterioro, destruir la clase media e ir directos hacia el declive con sus políticas erráticas que se dirigen hacia la depreciación de los valores humanos y la destrucción del sistema productivo.
Según los analistas políticos locales, lo que se ha producido es una ruptura sentimental entre ellos —los pobres y los ricos— y la democracia italiana. Los últimos de la escala social han sido vapuleados sin clemencia por tanta pobreza en una década apocalíptica. Los primeros, la burguesía, se divorció en su corazón de la política y de quienes la encarnan, ya no siguen a los políticos. No se sienten ligados al progreso del país, el futuro de la nación es indiferente para ellos. La desafección aumenta entre los más educados, productivos, motivados, empresarios, autónomos, gerentes, que se manifiesta en abstención política por su desacuerdo con la lucha de facciones que azota a los partidos. Un estudio de Ipsos reveló que la mayor emigración de jóvenes proviene de zonas tan ricas como Mantua, Como, Varese o Treviso. Ni los pobres ni los ricos aceptan el circo de la política italiana. La corrupción es como esa mancha de petróleo —el chapapote— que produjo el hundimiento del Prestige en Galicia en 2002, que afectó cientos y cientos de kilómetros de costas y acabó con la fauna marina. Esa corrupción vació los afectos y alejó al ciudadano de la política. Un propósito urgente del nuevo gobierno Giallorossi —así piensa Federico Fubini— es declarar inmediatamente un objetivo compartido: poner los ojos en los últimos para reducir su distanciamiento del país, al mismo tiempo llevar a los primeros a la corriente democrática, para que se integren y sientan suya a Italia. De esta manera Salvini ya no tendría de donde echar mano para conseguir votos.
Pero en política el ciudadano también tiene sus responsabilidades. El italiano es esencialmente conservador e individualista, quizás piensa más en la salvación de sí mismo y de los suyos y no cree en absoluto en que el bien común es una concepción y un activo social que puede producir grandes beneficios en el largo plazo. Tal es la tesis del escritor alemán Stefan Ulrich, y quizás tiene su soporte de verdad arraigado en la psiquis afectiva de sus habitantes. Dan prelación a lo trascendental sobre el mundanal ruido de la política que ofrece desengaños, nepotismo y ese partidismo destructivo que produce náuseas. Ellos se niegan a pensar que los políticos trabajan en un bien común. Sin duda, los hechos de corrupción alejan de la fe política. Esto deja al ciudadano con su carga de necesidades y preocupaciones, a merced de ser embaucados por los demagogos que saben halagar sus oídos con promesas de cambio, con planes de crecimiento e incentivos, por lo general, en forma de bajada de impuestos y en mejoras del salario mínimo, que nunca llegan. Esa fue la fuerza que llevó a Trump al poder en 2016, y la misma que utilizó Johnson para derrocar a Theresa May.
No es descabellado comparar la situación política italiana de hoy, con lo ocurrido en enero de 2015 en Grecia con la coalición izquierdista Syriza de Alexis Tsipras, el programa con el que ganó las elecciones y luego el referéndum de julio era antisistema, despreciaba a Europa y rechazaba la austeridad a rajatabla que le impuso Bruselas y el FMI, (Sajid Yavid, ministro de Hacienda de Gran Bretaña, anunció el sábado 8 de septiembre, que su país ponía fin al plan de austeridad que instauró nueve años atrás, 2010, George Osborne). Quedó claro que la austeridad —y desde luego la propia corrupción de sus políticos— llevó a la economía griega a su peor crisis. Pero la tozudez de los hechos se impuso, la opción de Tsipras era proseguir con su programa electoral o la debacle. Tsipras cedió, excluyó al ministro de Economía, Varoufakis, que se mostraba intransigente y tuvo que aceptar el dictak de Europa y los mercados. La situación de Italia es totalmente distinta, su economía es diez veces mayor que la griega, pero hay ciertas analogías, euroescépticos, rechazo a la Comisión Europea y el relato antieuropeo. El paso de las 5 estrellas y su punto de inflexión política recuerda los pasos seguidos por Tsipras a mediados de 2015. Queda por debatir, en otro momento, si la vía Tsipras conduce al precipicio o es razonable a la luz de la incordura que ha generado la crisis financiera. El grillini Di Maio y Zingaretti jefe del Pd, cedieron a Europa como lo demuestra su apoyo a la presidenta de la Comisión Europea para su elección. Realmente hubo un punto de inflexión, que para Matteo Salvini representó un acto de “traición” y le hizo “perder la confianza” en su socio de gobierno.
La crisis salviniana de agosto sacó a relucir a Giuseppe Conte, un abogado de 55 años, originario de Apulo, en el olvidado sur italiano, en pleno mar Jónico. Cuando inició su primer gobierno, el 1 de junio de 2018, le decían Señor Nadie, sin partido, sin grupo y puesto ahí, como presidente del Consejo de ministros, por Di Maio y Salvini, para ejercer funciones de florero. Se describió a sí mismo como “abogado del pueblo”. Ha dado muestras de ser razonable, no se sulfura, ni hablantinoso como Salvini. Sus enemigos se mofaban de él, lo veían como un pelele. Pero en febrero de 2019, en el Parlamento Europeo, hizo su propia defensa con entono: “Yo no soy una marioneta. Yo represento a mi pueblo”, dijo a los eurodiputados que le increpaban con insultos. En su país era Salvini el que llevaba la voz cantante, cerraba puertos, envenenaba la política migratoria. Conte no se oía, dejaba hacer. Pero el profesor de derecho privado se emancipó cuando el gobierno M5E-Liga ya estaba fracasado. En su discurso de renuncia ante el parlamento, emergió la veta de estadista y desnudó a Salvini —con lenguaje mesurado, lejos de lo hiriente— mediante palabras como ‘obsesivo’, ‘descuidado’’, ‘la política es responsabilidad’, ‘temerario’. El rostro de Salvini se desfiguró, lívido, quedó blanco por fuera y morado por dentro.
Visto y no visto, el tinterillo pullés se transmutó en el astuto ‘avvocato del popolo’. Conte logró lo imposible, que los de Grillo dialogaran con el partido Democrático, cuando no se podían ver ni en pintura. Hizo a un lado la política radical de derecha para convertirse en el adalid del bloque izquierdista. Dejó los códigos por el arte de lo posible, como algunos definen la política. Se ha movido con inteligencia, del G7 salió con estatura mundial y el tuit de Donald Trump lo lanzó al estrellato: “Espero que siga como primer ministro”.
Aunque Italia es Italia. El más allá y el más acá son ámbitos fusionados, donde lo escatológico y lo terrenal se funden y funcionan de acuerdo con los imperativos del momento. La misma visión trascendente existe entre los que visitan la tumba de Mussolini, como la del padre Pío de Pietrelcina. Lo aleatorio parece adquirir carácter de amuleto, así la explicación lógica de las cosas es insostenible. El profesor Conte pasó de ‘marioneta’ de Salvini-Di Maio a pieza básica, y en los últimos días su popularidad creció a niveles del 70 por ciento, mucho más que il capitano que parecía invencible hasta agosto. Pero Italia ha quedado polarizada, la imagen del transformismo no se desvanece de buenas a primeras con el nuevo gobierno, que ya ha recibido la aprobación del Parlamento este martes 10 de septiembre. Necesaria pero insuficiente para gobernar, que es el punto débil. No sé si es por exceso de mística en todos los órdenes de la vida italiana que el país se vuelve ingobernable. Cada grupo quiere afirmarse en su excluyente parcela. La parte se impone al todo y nubla la vista y la razón. El martes 10 la senadora vitalicia Liliana Segre —que cumplía precisamente 89 años y es sobreviviente del Holocausto— dio su voto de confianza al gobierno Conte II, ella dijo: “Voté sí, estábamos en el precipicio”. Tal simplicidad, tal realidad, tal verdad, dicha con la elocuencia de lo sencillo se pierde entre los estropicios de la necedad. Por su parte la aventajada y experimentada política, Emma Bonino, votó no. La división sobrevuela, como un moscardón negro, los ambientes romanos, penetra en los ‘palazzos’, en los intersticios de las cerraduras y se instala en los gabinetes.
La necedad es la virtud suprema del populista, así como la división está en sus genes; una cosa es el populismo sano y necesario a la luz de una política distributiva, y otra el populista recalcitrante que se agarra a una idea paranoica que acaba en caos, en precipicio, en enfrentamientos. La jornada del 10 de septiembre en el Senado —anticipo de cómo funcionará el futuro—, estuvo cargada de desplantes, de falacias, de distorsiones. “Eres un traidor”, “gamberro”, “careces de dignidad”, “qué humillación”, se gritaban entre los honorables senadores. Heridos los que perdieron el poder, hinchados los ganadores. Era muy esperado el discurso del líder de la Liga de Norte, habló sobre la ilegitimidad moral de “este gobierno”, acusó al primer ministro Conte de “poltronismo” (Salvini perdió su poltrona del ministerio del Interior y se quedó únicamente con la poltrona de diputado) y subalternidad a Europa. La poltrona, el sillón, entre la opinión pública italiana, tiene el sentido despectivo que implica poco compromiso y demasiados privilegios. Que los tiene Conte, Salvini y toda la clase política, quienes con su actitud indolente tienen paralizado al país. “Los amigos de ayer no se convierten en adversarios sino en enemigos”, le responde Conte a Salvini, y lo llama arrogante, de “querer plenos poderes” y de no reconocer los errores para “mantener el liderazgo del partido”. En los debates del parlamento no se habla, se chilla, se interrumpe, el griterío acalla la palabra. Es una democracia no dialogante, dedicada a cultivar el diálogo de besugos.
El gobierno Conte II es el número 67, en 70 años de democracia. El experimento político en que hoy está inmersa Italia despierta todas las conjeturas posibles, está rodeado de mil dificultades y acaso es el más apasionante de la Unión Europea por las dimensiones del país, su caída está prohibida, el auge —tan necesario hoy— debería ser la consecuencia de una fuerza centrípeta integrada por el mayor número de movimientos y nombres políticos que supondría un aire fresco y bienhechor para los desafíos del futuro de la eurozona, tan urgida de alegrías después de los contratiempos con Gran Bretaña. Esa fuerza integradora escasea por la cantidad de intereses personales. El pacto Giallorossi —M5E y Pd— está rodeado de desconfianza, le achacan ser minoritario y lo quieren torpedear ya mismo. Berlusconi habla de la coalición de izquierda como de “dos partidos comunistas”, que en la Italia católica significa ostracismo. La ultraderecha no cesa de pedir elecciones. Entre los mismos partidos de gobierno hay muchas rencillas internas, pugnas de liderazgo.
El experimento político, casi de laboratorio, nos muestra un cambio sorprendente. En poco más de una semana se liquidó el gobierno populista de derecha para dar paso a un gobierno de izquierda. Si hay algún país donde la izquierda política tenga poco margen de maniobra es Italia. No porque en sus filas no haya nombres valiosos, de peso intelectual, con visión de estadistas. En el país transalpino la izquierda siempre ha ido al gobierno gracias a las maniobras parlamentarias justificadas por la necesidad de hacer frente a las emergencias. A esa izquierda le van como anillo al dedo las alianzas imposibles. Así lo hizo Palmiro Togliatti colaborando con Badoglio en 1944. Lo repitió Enrico Berlinguer con Giulio Andreotti en 1977. D’Alema llegó al poder por pacto parlamentario. En 2006 Romano Prodi derrotó a la derecha de Berlusconi, pero tuvo que gobernar con casi una docena de socios. Por tanto, el pacto actual de Luigi Di Maio, M5E, y Nicola Zingaretti, Pd, solo podría ser el último acuerdo entre figuras políticas anteriormente muy distantes entre sí. El gran interrogante que se abre es si podrán gobernar con éxito. A los ojos de Salvini este pacto es una “traición” a los electores, “no refleja en absoluto a la mayoría del país”. Cosa que no es cierta, las últimas encuestas dicen que los porcentajes de la coalición gobernante son más o menos similares a los de la oposición. Pero Salvini olvida que su pacto con los grillinos era tan antinatural como el del gobierno amarillo-rojo de hoy. Sólo que busca excusas para sustraerse a su errática actuación de disolver el gobierno, le fallaron los cálculos con lo cual demuestra que su percepción de líder tiene falencias y se deja llevar por lo emocional —que Giuseppe Conte ha sabido capear con destreza—. Cometió dos errores graves Salvini, que en política no se pueden airear: Se dejó llevar por una “excesiva soberbia y ha infravalorado a sus adversarios”, dice Giovanni Diamanti, autor del libro ‘Fenómeno Salvini’. Por si fuera poco, obvió que en el parlamento la Liga solo tiene 17% de los votos, una cifra precaria para disolver las Cámaras y convocar nuevas elecciones; magno error.
Cayó Salvini no solo por error político, sino porque ha perdido su halo ganador, según el encuestador Fabrizio Masía: “La impresión predominante es que había alguien mejor que él para mover el ajedrez”. Conte, Di Maio, Zingaretti vieron a su presa debilitada y aprovecharon para dar el volantazo. En una entrevista el 11 de septiembre al canal La7, Di Maio habla de que el M5E sigue siendo el mismo que fundó Beppe Grillo, “no pertenecemos ni a la izquierda ni a la derecha”, aclara así que no hay ninguna traición —en Italia la traición se paga con creces— y para justificar su alianza con el Partido Demócrata, progresista y de centro izquierda, habla de que“cambiaron su enfoque a una visión de país” y, para seguir en el poder y rectificar a Salvini, menciona el 33% de votos que los italianos le dieron en las elecciones de marzo de 2018.
M5E y Pd para tener éxito necesitan gobernar, tomar decisiones, resolver los nudos de la crisis italiana, cómo afrontar los desembarcos, la infraestructura, Alitalia, el tren de alta velocidad Lyon-Turín, es urgente el problema de la migración. Pero por encima de todo esto, es el clamor de la clase dirigente italiana a Bruselas, “pedir más déficit para financiar la política actual”, pide el empresario Vincenzo Boccia, y el presidente Mattarella suplica: “Necesitamos una revisión del pacto de estabilidad”.
¿Escuchará Europa? ¿Está abierta a colaborar? Hoy parece que la esperanza florece en el Bloque euro. El 1 de agosto en el Palazzo Chigi, en su visita a Italia, delante del primer ministro Giuseppe Conte, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, dijo: “Mi objetivo principal es superar divisiones, Norte-Sur, Este-Oeste, países pequeños y grandes. Una Unión Europea unida”.
Conte le respondió a Ursula que su gobierno hará reformas “que convertirán a Italia en más moderna y competitiva”, refiriéndose a la reforma de la justicia civil, la digitalización y la reducción de la burocracia. Aprovechando la presencia de la alemana, Giuseppe le soltó su gran angustia: “es prioritario el renacimiento del Sur”.
Son bellas palabras, bellas intenciones. Todo indica que es el tiempo de ‘reiniciar’, lo que lleva tanto tiempo paralizado, ¿Podrán los italianos vencer a su némesis? O ¿Seguirán otros 10 años, golpeando los muros con sus cabezas, como el niño pequeño al que su madre le quitó la bolsa de caramelos para evitarle la indigestión? Italianos, coged el destino con vuestras propias manos. Estad a la altura de vuestra historia: ¡Colosal!