A fines de la década del 80 me encontraba en el Cono Sur, a donde me tuve que desplazar por algún tiempo por “razones de salud” (¿qué mayor razón de salud que la necesidad de salvar la vida?) y formé parte de la delegación de la UP a una reunión continental de la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina (COPPPAL).
El 20 de diciembre de 1989, cuando la plenaria abordaba temas de interés para los partidos progresistas nucleados en esa instancia de coordinación, fue estremecida por la noticia de la invasión de tropas estadounidenses a Panamá. Por la enorme desproporción de fuerzas entre el gigante norteamericano y el pequeño país centroamericano, a lo que se añadía la manipulación mediática que presentó el operativo (desde el nombre mismo: “Causa justa”) como una intervención legal, legítima política y éticamente contra un dictador brutal y corrompido, el resultado fue la derrota total de las fuerzas panameñas en pocos días, una gran destrucción, especialmente en el sector popular de El Chorrillo y gran cantidad de víctimas entre la población civil.
Percibí esta descarada intervención, que atropelló toda noción de soberanía y violó el derecho internacional, como una violación no solamente al país istemeño sino a toda América Latina. En mi propio interior llegué a sonrojarme e incluso a avergonzarme por las ocasiones en que no le reconocí la gravedad que tiene un acto de violencia sexual porque sentí que la ofensa había llegado a lo más profundo del sentimiento de cualquier persona digna. Y es que efectivamente la afrenta fue de marca mayor y aún se siguen sintiendo sus consecuencias.
En primer lugar, a la independencia del propio Panamá, que a partir de allí se hizo mucho menos soberana frente a la potencia del norte y cuyas fuerzas de defensa quedaron prácticamente desmanteladas y solamente fueron remodeladas posteriormente, pero a la medida y en beneficio del agresor. Aún sigue sin saberse exactamente el número de víctimas y no se dio prácticamente ninguna reparación. La Iglesia Católica dice que a causa de la invasión se produjeron 655 muertes de panameños, de los cuales 314 eran militares y 341 civiles y que en cuanto a heridos, la cifra asciende a 2.007, y de ellos solo 124 militares. El Instituto de Medicina Legal registró 255 muertes y 93 desapariciones, de las cuales 39 correspondían a militares, el resto eran civiles. Se calcula que por la acción de las fuerzas invasoras que parece haberse centrado más en atacar la infraestructura y los bienes de los civiles, cerca de 18000 personas perdieron sus viviendas
El Comité Panameño de Derechos Humanos, por su parte, contabilizó 556 muertos y 93 desapariciones, y otros organismos como la Asociación de Familiares de los Caídos el 20 de diciembre de 1989, fija el número de víctimas en alrededor de 4.000.
Por el lado estadounidense, el Comando Sur dio cuenta de 26 muertos y 324 heridos. De cualquier manera, es una gran pérdida humana cualquiera de los guarismos que se tomen y nunca habrá justificación para ese acto de barbarie e ilegalidad que se suma a los muchos que se han cometido contra nuestros pueblos.
Ciertamente se cumplió uno de los objetivos de la operación, capturar a Manuel Antonio Noriega, que después de ser fiel colaborador de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la Administración para el Control de Drogas (DEA), Noriega se convirtió en enemigo de Washington. Por lo demás, fue lamentable el papel del Vaticano pues el hombre se refugió en la Nunciatura Apostólica confiando en la protección diplomática, pero en vez de recibir asilo fue prácticamente echado de esa sede y arrojado a los lobos el 3 de enero de 1990, para ser trasladado inmediatamente a territorio estadounidense donde fue condenado a largos años de prisión. No le perdonaron que su criatura se convirtiera en un personaje independiente que exigió el retiro de la Escuela de las Américas de EE. UU., una academia militar que había funcionado en Panamá desde 1946, calificada por los medios como la "escuela de asesinos", donde él mismo se había formado.
Previamente a la intervención armada, el gobierno de Estados Unidos adelantó una campaña de acciones encubiertas para desestabilizar a Panamá y finalmente envió una considerable fuerza militar con los argumentos de siempre: la protección de las vidas de ciudadanos estadounidenses residentes en el país, la restauración del sistema democrático y el querer asegurar el buen funcionamiento del canal.
En realidad, como incluso se ha revelado en documentos secretos de la administración estadounidense, la captura de Noriega era un pretexto para las verdaderas intenciones que eran la anulación de los tratados sobre el Canal de Panamá y la recuperación del control sobre el país.
El trauma dejado en el país por esta vulneración a su dignidad e independencia fue tan fuerte que solamente en 2016 se creó una entidad estatal que estableciera la verdad histórica de lo sucedido. Así surgió la “Comisión 20 de diciembre de 1989”, formada por cinco miembros con amplia trayectoria en derechos humanos que procura esclarecer el número real de víctimas y decidir si sus familiares merecen una compensación. Apenas en 2019 se declaró el 20 de diciembre como Día de Duelo Nacional.
El cantante Rubén Blades, tal vez el panameño más famoso considera que es inconcebible que no se aborde abiertamente el acontecimiento más bochornoso, distorsionado y a la vez heroico que ha vivido el país y que mientras no se haga una "revisión seria del asunto, continuarán frescas las heridas y la angustia de lo que no se ha resuelto". Esta autorizada voz sostiene que el ejército estadounidense irrumpió en Panamá para retirar "por la fuerza al dictador que Estados Unidos ayudó a crear y que apoyó mientras así convino a sus intereses geopolíticos en el área", y que “la invasión es el evento que más vidas panameñas ha cobrado en toda la historia nacional por causa de una agresión extranjera, muchas de las víctimas estaban indefensas y desarmadas, y sin embargo "aún el hecho continúa sin ser debidamente estudiado, analizado y resuelto".
Es más que válido el llamado que hace el reconocido artista, pero no solamente para su nación sino también para todos los pueblos de la región. En un nuevo aniversario hay que honrar la memoria de quienes perdieron la vida y estar alerta ante los planes de invasión a Venezuela con tácticas y excusas parecidas a las que se dieron con Panamá.
Debemos seguir exigiendo verdad y justicia respecto a la violación cometida en 1989 y oponernos con firmeza a todo intento de nuevos ultrajes a América Latina.