Todas las adulaciones que se exterioricen en estos días por el milagro de tener una madre quedan cortas ante la evocación de este insuficiente día escogido por el comercio, que busca sensibilizar a una sociedad de consumo masivo ceñida a las veleidades de la moderna globalización.
Sin embargo, para estar en paz con nuestra conciencia, se hace necesario amoldarnos a esa transacción socioeconómico-sentimental que ha logrado trastocar susceptibilidades, toda vez que se negocia con la calidad humana de ese maravilloso ser estrechamente ligado a nuestra existencia y llamado madre.
A ellas podría brindar hermosas frases poéticas en este día; algunas irrigadas por el rocío fontanero de mi inspiración; otras, prestadas a la antología de nuestro cancionero popular.
Podría recitar a viva voz que “son pedazos de corazón herido”, y preconizar al mundo que “el que la tenga viva debe quererla mucho y el que la tenga muerta, rezarle una oración”.
Podría declamar que “mi madre es un poema de blanca cabellera, que tiene a flor de labios un gesto de perdón”.
Decir que he venido a ella “a implorar su perdón, cansado de vagar y rodar por el mundo”, y que “maldigo hasta la hora en que yo la abandoné”, siendo tan “pequeñita, igual que una violeta” e idéntica a “una rosa de pétalos ajados que guarda su perfume muy junto al corazón”.
Pero no, esa atribución se la concedo a los poemarios y canciones que me suministraron estos versos traídos a colación.
Por eso, más que lisonjearlas, y no porque no lo ameriten, sino para no hacer réplicas de los pocos o muchos homenajes que puedan suscitarse como agradecimiento a su incondicional entrega, lo que pretendo es exponer mis inconformidades por el rumbo que la Real Academia Española ha dado al destino de la palabra “madre”.
Esta palabra se quedó corta en la estructura de su sinonimia, pues el diccionario solo nos la propone, además de “madre” y “mamá”, como “matrona”, que, entre otras, carece de sonoridad y belleza.
En cuanto a su significado, debería gozar de uno solo, absoluto y propio y no ser compartido con las mugrosas acepciones expuestas en su catálogo, como el de “alcantarilla” y “cloaca maestra”, o el de “heces del vinagre que se sientan en el fondo de la tinaja”, o el de “madero principal de un armazón”, o el de “estar hasta la madre”, que significa estar borracho o drogado, entre otros.
La palabra “madre” tiene que ser única e insustituible como su portadora lo es, pues tan sagrada resulta su significación para los que provenimos de sus úteros, que pienso, con tanta riqueza de palabras existentes a escoger, que se insulta su auténtica integridad, por cuanto no se le concede tal significancia exclusivamente a su connotación y, por el contrario, se fusiona con otras acepciones.
“Madre” no debe significar sino eso: “madre”. La que procrea, pare, cría y presenta su obra al mundo como la mejor, aunque el mundo no la alabe. La que nos amamantó sin importar la flacidez de sus protuberancias ni la corrosión de sus huesos. La que esconde su sonrisa para no apagar el brillo de la nuestra. La que designaron persona única y calificada para profesarnos amor, aunque el nuestro se lo depositemos a otros. La que idolatra su obra, aunque esta no obre de conformidad con su obra mayor. La que nos insufló este pedazo de vida que empujamos contra la corriente, aunque a veces naveguemos a su favor. La que trasnochó con las indeterminadas fases de nuestro sueño neonatal, o con nuestras irrigaciones salitreras y turbulencias de corte mayor. La que en su condición parturienta rasgó su vagina con el más insoportable de los dolores para que nuestro paso por la vida le produjera uno mayor. La que jadeante pujó para que hoy fuéramos lo que somos y hemos dejado de ser, sin por ello pretender ser lo que ya no seremos.
Por eso, cuando mamá decida no acompañarnos en este corto peregrinaje ya y solitaria zarpe en su barca hasta el margen de la otra orilla, comprendamos entonces, hermanos, que los diccionarios no insertaron en sus definiciones el verdadero significado de la palabra "soledad".