“Nadie debería tener que trabajar haciendo algo que podría hacer una máquina,” es la frase con que inicia una charla de Roberto Mangabeira Unger, un profesor de Harvard, en esa misma universidad. En la charla, del 2013, Unger sostiene que en la medida en que los humanos aprendemos a repetir nuestras actividades y, por ello podemos enseñarle a una máquina a hacerla, las sociedades deberían dejar que, progresivamente, las máquinas hagan esas tareas, para liberar el tiempo humano y permitir que los humanos se ocupen en esas tareas que no podemos repetir, en explorar lo desconocido. Permitir, también, que los humanos recuperen su recurso más preciado, el tiempo, y que, en su palabras, finalmente todos podamos hacer lo que queremos hacer “morir solamente una vez.”
El futuro que dice Unger puede que no esté muy lejos. Algo así como no estaba tan lejos a finales del siglo XIX, cuando se hablaba también de máquinas y trabajo humano, un futuro en el que las mujeres se pudieron liberar de las tareas domésticas porque apareció la lavadora (y una gran guerra, que hizo que asumiéramos tareas menos domésticas que después no quisimos soltar). Los avances en inteligencia artificial revelan que, en efecto, mucho de lo que hacemos hoy lo pueden hacer ya computadores, y lo pueden hacer mejor. Unger dice que la diferencia entre un futuro en el que las máquinas reemplacen más trabajo humano del que crean y un futuro en el que las máquinas liberen a los humanos de trabajos repetitivos y, quizá, deshumanizantes, para que puedan ocupar su mente y tiempo en otros, depende de los arreglos institucionales. Por ejemplo, depende de los sistemas educativos —todos los niños del mundo y personas menores de 40 deberíamos estar sentadas aprendiendo a programar y a pensar (en vez de a repetir datos) —; o de sistemas tributarios que sepan capturar lo producido por máquinas y redistribuirlo para que, en efecto, todos nos beneficiemos de los aumentos en productividad que permiten las máquinas.
Pero asumiendo que Unger tiene razón, el problema del tiempo me parece complicado igual. Hegel decía que el trabajo dignifica, que es la capacidad de transformar algo externo en el mundo material lo que hace que las personas sintamos que nuestra vida vale la pena. En palabras de mi mamá, es la pequeña victoria de lavar la loza y ver que donde antes había “sucio” ahora hay “limpio” y que el cambio, es acción mía. No quiero con esto decir que los mejores trabajos sean los que cambian el mundo a pulso (arar, limpiar, lavar), quiero decir más bien que en mi vida de doctorado —donde leo y exploro lo desconocido constantemente, y es un poco agotador de a ratos porque no veo resultados a corto plazo— hay un extraño placer en pequeñas tareas administrativas como mandar un mail o cuadrar una agenda. Son cositas —que tal vez podría o pronto podrá hacer Siri— que hacen que por las noches pueda decir: hoy hice esto.
La población de muchos países está dividida,
entre los que están montados en este tren (¿o carro volador?) del progreso
y los que sienten que los va a desplazar
Mientras tanto, no obstante, la población de muchos países está dividida, entre los que están montados en este tren (¿o carro volador?) del progreso y los que sienten que los va a desplazar. Son las ciudades desindustrializadas en Estados Unidos o Inglaterra, pero vendrán más, que eligen gobiernos populistas, probablemente en detrimento de sus propios intereses. Lo interesante es que, al menos en Estados Unidos, esa población no está más desempleada ni particularmente más empobrecidos que, digamos, hace 20 años. Además de mil otros factores (racismo, xenofobia, lo que quieran) a mi se me ocurre que estas personas pueden estar sintiendo, con rencor, que el trabajo que sí hacen es insignificante en el mundo de hoy (mientras antes “sacaban el carbón que quemaba la locomotora del progreso” o algo así) pero también que estén aburridos.
El aburrimiento es clave para la creatividad, dicen los psicólogos, pero también demasiado de él puede llevar a estados que rayan con la depresión. Vivir es, también, ocupar nuestro tiempo, que es lo único que tenemos. Y puede que muchos estemos acostumbrados a que nos lo ocupen a nosotros de forma tal que tener tiempo libre sea, aunque un sueño cuando estamos trabajando tarde en la noche, un poco una pesadilla cuando aparece. Las instituciones educativas deberían enseñarnos a sentir curiosidad por lo desconocido, para poder ser más como Unger, pero también deberían prepararnos para responder otra gran pregunta que, tal vez, sea esencial pronto, cuando la inteligencia artificial nos desplace a varios: ¿Quién soy yo cuando no soy quien trabaja? En Oriente, los budistas e hinduístas, creo, hace rato se preocupan más por eso que nosotros. A nosotros, entre tanto progreso y locomotora, puede que se nos haya perdido una parte de la respuesta en el camino.