“¡Respete el mural, compañero!”, gritaban indignados algunos estudiantes de la Universidad Nacional al Sr. Rayón, después de que el personaje ‘interviniera’ un grafiti de la FEU y lo dejara convertido en un prominente “FEOS”. Nadie se quejaría ante las cámaras porque un grafiti del ELN fue convertido en un “ELMO”, pero podemos suponer que a los simpatizantes del grupo subversivo no les pareció chistosa su asociación con Plaza Sésamo.
¿Quién es el Sr. Rayón? No importa. No lo conozco, ni me interesa conocerlo. No sé cuál es su apuesta política, ni su visión del arte o de la academia, pero me parece muy interesante el debate sobre la libertad de expresión que ha abierto en la Universidad Nacional.
Armado de pinturas, el Sr. Rayón interviene los murales que exaltan el teatro de la revolución, los personajes de la izquierda y las consignas “subversivas” que hacen parte del paisaje de la universidad, con mensajes algunas veces irónicos y otras francamente pueriles, pero siempre sugerentes.
Odiado por muchos, el Sr. Rayón ha abierto una discusión que no es nada tonta y que debería hacernos preguntar seriamente por qué es la libertad de expresión, qué límites supone, qué relación guarda con lo público y qué modos de ejercicio político legitima.
¿Por qué un estudiante siente que es irrespetuoso que una imagen del Che Guevara se cubra con cinta de señalización de “Peligro”? ¿Por qué es más legítimo, digno, valioso, revolucionario, político o deseable que alguien dibuje al Che, pero no que alguien pinte a su vez un mensaje sobre el icono de la izquierda?, ¿tendremos que tratar al Che como algunos tratan a Mahoma y prohibir cualquier asociación humorística o irónica que “irrespete” la dignidad histórico-religiosa del personaje?, ¿amenazaremos de muerte al Sr. Rayón por burlar la sagrada esencia transhistórica de la revolución con sus mensajes infantiles?
Mientras algunas personas consideran fascista que el Sr. Rayón cubra mensajes de las Farc y las AUC con pintura blanca, con el pretexto de que esto es un acto de censura que atenta contra el libre uso del espacio público universitario, vale la pena preguntarse qué nociones de lo público suponen los distintos modos de expresión. Al nivel de la pintura ¿por qué algunos mensajes resultan más o menos dignos que otros?, ¿por qué no debemos sentirnos tan irrespetados por un mensaje de Alfonso Cano como por uno de Mancuso?
Pregunto esto porque a la vez que en la Universidad Nacional de Bogotá algunos estudiantes hacen valer su indignación insultando al Sr. Rayón porque se burla de los grafitis de las Farc, en la UIS de Bucaramanga otros estudiantes se ofenden hasta el límite de sentirse amenazados —y convertidos en objetivo militar— por la exposición de carteles con la fotografía de Carlos Castaño ¿En virtud de qué aquello que representa el jefe paramilitar es más reprochable que lo que supone el jefe guerrillero?, ¿cuál es el límite entre la simpatía ideológica, la legitimación de la violencia y la amenaza política?
Pero lo que quizá resulta más inquietante en todo este asunto es la defensa que muchos hacen de las papas bomba bajo el argumento de la libertad de expresión. Los estudiantes que han muerto manipulando explosivos o los policías que han sufrido mutilaciones por ellos, ¿han sido las víctimas colaterales de un simple “mensaje”? La evidente y legitima intención comunicativa que hay tras una protesta, ¿es indiferente respecto a los medios a través de los cuales se comunica?
A estas alturas ya muchos dirán que confundo las categorías y que carezco de claridad conceptual o densidad histórica, pero me niego a pensar que los criterios de defensa de la libertad de expresión deban reducirse a lo que dicten ciertas simpatías políticas hegemónicas o minoritarias. Y lo digo por una sencilla razón: me ofende por igual el culto a las Farc y las AUC; me parece tan precaria la idealización al Che y a Mao, como a Hitler y a Pinochet; y considero tan pueril la sacralización de la revolución, como la melancolía por los regímenes caídos.
Pero también considero que es políticamente sano defender el llanto de las víctimas que se sienten ofendidas por la mistificación de los verdugos, así como el derecho a burlarnos con la frente en alto por la contingencia de los victimarios. Prefiero irrespetar con mis palabras a algunos, antes que humillar con mis acciones la memoria de quienes han sufrido la guerra. Si el límite entre lo dicho y lo hecho es complejo —y acaso indiscernible en ocasiones— prefiero hacer valer ‘ingenuamente’ esta distinción, antes que pasar por el cinismo ético de equiparar la violencia simbólica con la violencia física, aunque sea precisamente la promesa de una destrucción física la que le dé tanta eficacia a ciertas palabras, tal y como sucede cuando alguien nos amenaza de muerte.