Colombia, tierra querida, etcétera, es una tierra de abusos, eso ya lo sabemos. Tanto en las entidades públicas, enfermas de clientelismo, roscas y atropellos de toda índole, como en las privadas, que padecen de las mismas pestes en igual o mayor grado, se nota lo mucho de colombiano que infesta todo nuestro sistema laboral
No todo es malo, claro, para que no pelen los colmillos quienes defienden animales mitológicos como la meritocracia o el esfuerzo sin medida. Pero sólo hay que levantarle la enjalma a la mula para verle las llagas.
Los trabajadores se encuentran bajo el látigo de un sistema hostil que atropella derechos a lo loco, bajo unos contratos que rayan con la esclavitud y unos salarios paupérrimos que nada más les alcanzan para malvivir endeudados y sin la más mínima esperanza de aspirar a una vida donde la dignidad no sea un discurso mitológico similar a las entelequias mencionadas en las primeras líneas de este párrafo.
Y para que este coctel tercermundista quede en su punto, los empresarios se aprovechan tanto de las gabelas que en mala hora les permite la ley, como de las necesidades de las personas que no tienen muchas opciones de dónde escoger: o emigrar a la selva del rebusque, que la “cultura” del biempensantismo rebautizó con el remoquete de emprendimiento, o engrosar las filas acezantes de los desempleados o, como le gusta a los de arriba, aguantarse las vejaciones, los malos pagos y los horarios esclavistas a cambio de una podrida “estabilidad laboral”.
Un negocio a todas luces desbalanceado, a la usanza ejecutiva de la ley del embudo.
Sin embargo, ese aire rarificado que los obreros y el campesinado respiran en Colombia es tema de vieja data, por lo que el llamado específico de hoy es a centrarse en un sector que parece pasar de agache para todos los gobiernos de las últimas décadas: los profesores de instituciones de educación básica y media del sector privado, otros grandes explotados de los que nadie habla.
No puede decirse que todas las instituciones educativas del país que pertenecen a este espectro menoscaban los derechos de los docentes que están a su servicio. Pero sí son la mayoría. Y lo hacen de diferentes maneras: desde las contrataciones temporales que les permiten a los empleadores echarlos en cualquier momento y sin causa válida a fin de año, aunque les hayan servido durante 20 o 30 años, pasando por la sobrecarga laboral y horaria que los sume en un desgaste físico y mental que raya en la enfermedad (y que muchas veces culmina en ella), hasta llegar a los colegios de garaje que ofrecen unos salarios risibles que, sin embargo, dan ganas de ponerse a llorar.
Y ni qué decir de las instituciones —en especial las de carácter confesional— que se saltan la Constitución y los decretos de las Altas Cortes con sus manualitos de convivencia oscurantistas y sus políticas laborales que son un monumento a la gazmoñería.
Hay que repetirlo: no son todas las instituciones de carácter privado o confesional, pero sí es el común denominador. Y esto, ¿quién lo vigila? ¿Quién se da a la tarea de auditar las condiciones laborales de este cuerpo docente que resiste a la sombra de las monjas y la gente rica? ¿No debería existir supervisión y regulación constante desde los ministerios de educación y del trabajo? Esos maestros también están en la primera línea educando a muchos niños, niñas y adolescentes de diferentes estratos socioeconómicos.
Un gobierno progresista debería potenciar el progreso de los profes del sector privado para que no les toque siempre el lado agudo del embudo.