Hace dos años se le murió la esposa a Fernando Savater. Un tumor cerebral le arrebató a Sara Torres de las manos y de paso le despellejó las ganas de vivir. En una reciente columna del diario español El País, Savater confiesa la inmensidad de su dolor y lo irrevocable de su pena: un hombre apesadumbrado incapaz de disfrutar de la belleza yacente en la simpleza de la vida. La comida, el cine, los libros y parajes, con la muerte de Sara, dejaron de ser.
Independiente de la brutal realidad que se desprende de las palabras del filósofo (todavía hay gente que se muere –y se mata- de amor) la melancolía de su no poder seguir, revela una irrefutable verdad: la incapacidad de vivir la vida implica morirse en parte. Y es por esto que hoy en día, sin duda, nos hemos vuelto incapaces de vivir –y nos morimos en parte- debido a nuestra fatalidad más próxima: el fanatismo por lo virtual.
Nos hemos vuelto incapaces de vivir –y nos morimos en parte-
debido a nuestra fatalidad más próxima:
el fanatismo por lo virtual
En nuestro confuso y alucinado proceder en Instagram, Facebook, Snapchat, y Twitter, parece configurarse la siguiente cláusula: Lo que no se publica no existe. Lo que implica una confesión –condena- aún más sugerente: Lo que no validan los otros, no importa. Ya la comida no sabe, no nutre, si no se le toma una foto; ya el amor no existe sino se le grita –y echa en cara- al mundo; ya los viajes -esas breves y maravillosas oportunidades para desaparecer- no nos revelan íntimas verdades si los demás no saben dónde nos encontramos. Peor aún, ya las pestañas de los bebés no crecen, ni los fetos giran en las panzas gestantes, si no se le hace saber a todos, que todo , aún lo más natural y obvio, está sucediendo. Hashtag.
Decía Jean Paul Sartre que “el infierno son los otros”, lo leí en el libro de La Historia de la Fealdad de Eco. Me retumbó por días. Y lo interpreté como el desolador panorama que afrontamos cuando nuestra vida pende de la opinión de los demás. De sus preguntas. De sus conclusiones. De sus juicios. De sus conjeturas. Ese gran látigo. Cuando no somos lo que somos sino lo que queremos que las personas crean que somos. No soy yo, es lo que los demás piensan de mí. Tragedia. Me ha pasado. Me seguirá pasando.
No obstante, el escenario más atroz sucede cuando las redes sociales son utilizadas como estratégicas tecnologías de persecución de los otros. Doble infierno. Cuando creemos saber de los demás por lo que publican y validan (like) y he ahí la hiriente estafa: nadie publica tristeza sincera, ni lagañas de mañana. Tampoco le permitimos a ese infierno -que son los demás- saber de las dudas irremediables, de la angustia que provoca la vida, y mucho menos, de nuestras urgencias económicas. Todo es fortuna, provecho, bendiciones, pasiones eternas y grandes proyectos. Falso. Somos luz en tanto nos permitimos obscuridad. Cierta obscuridad no publicable. Virtualidad: lo que parece real no lo es.
No vale la pena perderse el espectáculo
que a diario nos ofrece la vida: ella misma
Hace unos días sentí cierta extrañeza cuando comprobé que alguien dejó de “seguirme” (en otras versiones más crudas de “perseguirme”). Le pregunté la razón, fue muy clara: “Cerré Instagram, necesitaba concentrarme”. Me dejó pensando y concluí: no vale la pena. No vale la pena perderse la vida por andar merodeando la capacidad propia de satisfacer a los demás. No vale la pena tratar de encontrarme en lo que los otros piensan de mí. De paso, no vale la pena perderse el espectáculo que a diario nos ofrece la vida: ella misma. Ese espectáculo, que el lamento en que se ha convertido Savater, ya no puede apreciar; esa maravilla que Sara se llevó consigo.
No renunciemos a vivir por un precio tan escaso.
Cerré Instagram. Necesito concentrarme.
@CamiloFidel