Animado por la lectura del Homo Deus o Breve historia del mañana del escritor israelí Yuval Noah Harari, quien también es autor de Sapiens y De animales a dioses, se me ocurrió el título de esta reflexión. Él dice: “En el siglo XXI los que viajen en el tren del progreso adquirirán capacidades divinas de creación y destrucción, mientras que los que se queden rezagados se enfrentarán a la extinción” (pág. 304).
Estamos al comienzo de una nueva era de la evolución humana. Del Homo erectus pasamos a la del Homo sapiens y ahora iniciamos la del Homo deus u hombre dios. Estamos hoy en la era de la nanotecnología, la ingeniería genética y la inteligencia artificial, la cual está reemplazando la de la industria, los antibióticos y los ordenadores. Las tradicionales religiones teístas van siendo sustituidas por la del humanismo, lastimosamente un humanismo evolucionista donde impera la evolución biológica por selección natural, pero donde la mente no ha logrado superar el individualismo, el egoísmo, la competencia por ser superior a sus congéneres; veníamos avanzando con el humanismo colaboracionista, igualitario o socialista y de un momento a otro se derrumbó, como si nuestra genética humana fuera incapaz de abandonar ese gen de fiera que lo hace luchar para ganar solo, único, sin compartir.
Se avecinan enormes cambios que estamos a punto de lograr: la detección desde el feto de las probables enfermedades que le aquejarán al adulto, introduciendo los cambios genéticos o biológicos que fueren necesarios para evitarlas; el hallazgo del elixir de la eterna juventud, perseguido desde hace siglos, duplicando o triplicando la esperanza de vida actual dentro de uno o dos siglos; fabricar seres que funcionen al mismo tiempo como orgánicos e inorgánicos, es decir como semirobots; los empleos actuales se reducirán en un 80%. Estos son algunos de los incontables avances científicos y tecnológicos, pero de nada servirán si continuamos manejados por esas taras del pasado que nos han llevado a pelearnos a muerte, a arrebatar a nuestros semejantes sus medios para vivir, hasta la vida misma. ¿Para qué las guerras? ¿Para progresar? ¿No existían formas solidarias para progresar?
Indudablemente que ha habido progreso en las concepciones sobre nosotros mismos, sobre los espacios en que actuamos y las fuerzas externas que nos moldean. Por ejemplo, el prescindir de los dioses en el manejo de nuestras vidas y confiar más en nuestras propias fuerzas en lugar de apoyarnos siempre en los poderes celestiales o divinos es un avance gigantesco en la evolución humana. Por eso se dice que hemos inventado la religión del humanismo, el cual tiene tres vertientes, según Harari: liberal, socialista y evolucionista. El liberal nos educó en la libertad individual, en la igualdad entre humanos y en la democracia teórica; el socialista nos enseña a progresar solidariamente, entre iguales, “de cada quien según sus capacidades, a cada quien según su trabajo”, el evolucionista continúa aferrado al darwinismo, donde solo los más fuertes tienen derecho a la supervivencia.
Los humanos no fuimos capaces de asumir valores como la solidaridad en lugar de la exclusión, la emulación en lugar de la competencia, la paz y el consenso en lugar de la guerra, el compartir en lugar del todo para mí. Si la humanidad salta al mañana sin haber aprendido aún a convivir en paz entre congéneres, entonces nos espera un futuro peor que el presente.
Dejemos que Harari termine esta reflexión: “En el siglo XXI podemos asistir a la creación de una nueva y masiva clase no trabajadora: personas carentes de ningún valor económico, político o incluso artístico, que no contribuyen en nada a la prosperidad, al poder y a la gloria de la sociedad.” (p. 357). “Antes de que nadie se dé cuenta de lo que está sucediendo, la inteligencia artificial se apodera del planeta, elimina a la raza humana, emprende una campaña de conquista hasta los confines de la galaxia y transforma todo el universo conocido en un superordenador gigantesco…” (p. 359). Los algoritmos meramente orgánicos estamos en vías de extinción.