Con tan solo 2 años de edad Nehemías Valencia tuvo que ver cómo su madre era asesinada ante sus ojos. Quizá no entendía qué pasaba, pero sabía que no volvería a sentir el calor de un abrazo materno, que no volvería a escuchar la voz de aquella mujer que de amor lo llenaba. Aquellas detonaciones que acabaron con la vida de su madre todavía rondan en su cabeza como si fuesen sonidos que martillaran en su inconsciente.
Cuando se le pregunta a Nehemías sobre la finca donde creció, se puede ver como sus ojos se llenan de recuerdos, que lo hacen sentir orgulloso. Por sus gestos se entiende la alegría que le produce hablar de este lugar, se puede comparar con un niño cuando de regalo recibe su primera bicicleta.
“La finca de mi papá es una belleza, cada que vamos traemos aguacates, guanábanas, plátanos y muchas otras cosas, nos trae muchos recuerdos y sobre todo allá siempre nos encontramos y compartimos un rato juntos. En la entrada de la finca hay un santuario y una vieja cruz de madera en honor a mi mamá, que fue asesinada por los guerrilleros, por el hecho de ayudar a los soldados cuando pedían un favor”.
Sin embargo, a pesar de ser una persona feliz, a la que siempre se le ve con una sonrisa, también tiene recuerdos que marcaron su vida. Ha sido testigo de la manera en que la guerra, la violencia y la injusticia han atacado nuestro país.
Cuando tenía 6 años, la tranquilidad que se vivía en su corregimiento, Alto de los Dolores, ubicado en el municipio de Maceo (Antioquia), fue interrumpida abruptamente por los violentos. Este pueblo estaba bajo el mando de un grupo de milicianos de las Farc, pero en el año 1997 todo cambiaría de mal a peor.
Una madrugada fue testigo de la manera en que el terror se adueñaba de su pueblo, vio cómo su hermano era encañonado por un hombre encapuchado, que había entrado sigilosamente a su casa. Aún sin salir el sol, con el frío de las mañanas y con las pestañas todavía pegadas fueron obligados a salir de su vivienda, mientras tanto su pueblo se convertía en un lugar habitado por miles de hombres armados que salían de todas las montañas a las que se dirigieran las miradas.
Sus vecinos caminaban envueltos en una nube de incertidumbre. Por aquellos caminos de tierra y abandono algunos lloraban y otros guardaban silencio, pero su mirada delataba el miedo que sentían. Fueron llevados a la cancha, aquel lugar donde antes se reunían para divertirse, y esta se había convertido en un lugar lleno de lamentos y súplicas. Un hombre con vestimenta de soldado y una voz gruesa, acompañado de una lista, se encargó de separar a las personas en dos grupos.
“A un grupo les dijo que se podían ir, pero al otro les dijo que se quedaran que los iban a matar por ser colaboradores de la guerrilla”.
Por más que las personas suplicaran y aseguraran que estaban equivocados, este hombre hacía caso omiso, al contrario, se llevaron a estas personas en una camioneta de estacas y los demás quedaron anonadados por lo que había sucedido. De repente al padre de Nehemías se acercó un vecino y le dijo: “Que ‘verraquera’, pero a esos muchachos ya les habían avisado que los ‘paracos’ venían bajando”.
De aquel pueblo que se caracterizaba por la unión de sus habitantes, no quedaba nada más que terror, miedo y desolación. De un día para otro la paz los había abandonado, y a pesar de que los paramilitares no eran violentos con la comunidad era común ver cómo la volqueta del municipio entraba todos los días vacía y salía llena de muertos, personas que morían en la famosa “pesca milagrosa”, que consistía en asesinar a todo aquel que consumiera drogas, fuera ladrón o se inclinara por personas de su mismo sexo. También era muy normal ver cómo arrastraban personas amarradas a la parte trasera de los carros, personas vivas, conscientes, siendo torturadas vilmente.
Con el pasar del tiempo los fusiles que antes atemorizaban a Nehemías se convirtieron en su juguete favorito.
“Yo casi todos los días me iba para el morro donde estaban los ‘paracos’ y me ponía a limpiar los fusiles. Con tan solo 8 años ya desarmaba un fusil y lo dejaba como nuevo”.
Los habitantes se iban acostumbrando a ver hombres armados por las calles, con botas de caucho y un cartucho de balas que si fuesen detonadas podrían acabar con todo el pueblo, pero quizá el hecho que más los mortificaba era ver cómo los soldados del ejército patrullaban todo el pueblo acompañados de estos paramilitares.
“Ellos andaban juntos cuando los soldados tenían que subir a la zona de los ‘paracos’, les tocaba dejar las armas en la base y cuando los paramilitares bajaban donde los soldados, también dejaban sus armas”.
A pesar de que ya sabían convivir con esta realidad de violencia y autoridad implantada a la fuerza, todavía los sorprendía la madrugada donde ocurrieron los hechos que marcaron la historia y la vida de muchas personas, como, por ejemplo, la muerte de Gilberto, quien fuese un campesino dedicado a su tierra y a sostener a su familia por medio de inmensos cafetales que se habían convertido en sus únicos compañeros durante varios años.
El mal nunca terminaba, el peligro nunca descansaba y la muerte parecía no dormir, rondaba las calles de la vereda Alto de los Dolores. Una mañana los habitantes despertaron con la noticia de que el hijo de Gilberto estaba amarrado en un árbol del parque, y que al parecer lo iban a matar, pues extrañamente lo habían confundido con su papá. Luego de que la comunidad se armara de valor para evitar la muerte de este muchacho, apareció su padre, sucio, entre lágrimas, con una camisa rota, pero con la autoridad suficiente para decir: “Suéltenlo ustedes me están buscando es a mí y vine a dar la cara”. Sin mediar palabras soltaron a su hijo y le preguntaron que dónde quería que le dejaran el cuerpo de su papá.
A pesar de todos estos sucesos vividos, a sus 27 años de edad, Nehemías y su familia siguen visitando su pueblito. Se sienten en casa cada que van. Las calles guardan los recuerdos, las historias y la sangre derramada por las víctimas, pero los motiva saber que la violencia desapareció notoriamente y que hoy en día el Alto de los Dolores es un territorio de paz.