Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, los colombianos habríamos de recordar el día en que Gabo nos llevó a conocer nuestra realidad. Desagradecidos como somos, a regañadientes, tan solo una pequeña parte de la población alfabeta de este Macondo, quiso entrar a las entrañas de la familia Buendía. José Arcadio, Aureliano, Melquiades, Úrsula y demás espejos de nuestras siluetas, tan solo vivieron en algunas mentes abiertas a los caminos de la imaginación. Solo unos cuantos se dejaron contagiar por la exquisitez de los versos de un compatriota definitivamente ilustre, de los pocos que existen.
Hace exactamente diez años, los caracteres de aquel hijo de Aracataca – Magdalena, nadaron hacia mí en busca de aliento para seguir su camino hacia las mentes de otros huérfanos de la poética como yo. Me bautizaron e hicieron de mí un ser distinto, ávido de letras que me ayudasen a comprender la difícil realidad que me rodeaba. Por estos mismos corredores por los cuales ustedes transitan hoy, viajamos, junto con mis compañeros, a través del realismo mágico de nuestra cotidianidad, forjando tan solo con los párrafos bien escritos nuestros sueños por cumplir, en medio de una sociedad hostil que afuera nos aguardó.
Y es que como si fuese un conjuro de los gitanos acompañantes del viejo Melquiades, los habitantes de este conjunto terrenal y desquiciado llamado Colombia, padecemos de la enfermedad del olvido. Desapareció del recuerdo inmediato el hecho de que a Gabo, el nuestro, fue condecorado por la Academia Sueca de Las Letras en 1982 con el Premio Nobel de Literatura. Olvidamos que son más importantes los libros que las balas. Olvidamos que las palabras también sirven para el amar y no solo para odiar. Olvidamos que el hambre no es una obligación ni mucho menos un designio divino. Olvidamos las conjugaciones gramaticales necesarias para decir, nosotros somos seres humanos iguales los unos a los otros.
Nuestra memoria no contempla el saber que de su puño y letra, las de Gabo, fueron editados más de treinta textos distintos, que han inundado las librerías y bibliotecas de todo el globo terráqueo en diferenes idiomas, dándole vida a un país que si no fuera por la mente de Gabriel García Márquez seria reducido a la violencia y la cocaína, símbolos únicamente de muerte.
Y es que las letras son las únicas que pueden salvarnos del apocalipsis del que pareciera no tenemos escapatoria. Con nuestros lápices, palabra a palabra, podemos forjarnos un camino distinto al de la barbarie. Ese fue entre otros el legado de nuestro nobel, quien a pesar del exilio al que nosotros mismos lo condenamos, lucho siempre por concebir mundos distintos, sociedades posibles donde tal y como lo dijo aquel lejano pero fraterno diciembre de 1982 en Estocolmo - Noruega:
“…los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra". (La Soledad de América Latina”, discurso de recibimiento del Premio Nobel de Literatura. Oslo, Noruega, 1982.)
Mariposas amarillas para el más grande escritor colombiano de todos los tiempos, para quien se hizo clásico en vida y su obra está al mismo nivel de las grandiosas manifestaciones artísticas de esta cruel humanidad, tales como el Quijote de la Mancha, Romeo y Julieta, La Odisea o la Metamorfosis.
Paz en la tumba de quienes lo menospreciaron hasta sus últimos alientos y para aquellos que jamás se acercaron a sus sonetos condenándolo a la desaparición desde siempre y para siempre. Por el contrario, júbilo inmarcesible para todos los que hoy en día pueden hacer vivir eternamente al más universal de todos los colombianos cuando pasan la hoja y descubren por sus propios ojos, el realismo mágico de nuestro contexto, ese que él nos enseñó a apreciar.