Lo único que le queda a Juan Carlos Lecompte de Ingrid Betancourt fue las ruinas de un tatuaje en la parte baja del brazo izquierdo. Cuando se lo hizo, en el 2004, su esposa llevaba dos años metida en lo profundo de la selva. La mamá de Juan Carlos le recomendó: “no se entregue tanto”. Pero él siguió, empecinado, subiéndose a aviones militares, sobrevolando la selva del Caquetá y, a través de un altavoz, llevándole un mensaje de esperanza a su esposa.
Mientras estaba en la ciudad intentando mantener su trabajo de publicista, Lecompte sufrió lo indecible. Un día, mientras estaba en el trancón cotidiano de Bogotá, se salió espantado del auto gritando como un poseso: le había dado un ataque de pánico. De la selva salían todo tipo de chismes. Ingrid estaba embarazada y el papá del niño era Alfonso Cano. Ingrid saludaba a todo el mundo en las escasas pruebas de vida menos a él. Ingrid lo había dejado de querer.
Ese fue tal vez el único chisme que fue cierto. Asi lo sintió la tarde en la que su esposa fue liberada. La caricia forzada que le dio Ingrid Betancur a su marido el día de su liberación, aquel 2 de julio de 2008 frente a las cámaras de televisión, Juan Carlos Lecompte la sintió como una cachetada. Una frustración que fue convirtiéndose en rabia sorda mientras su esposa de once años lo ignoraba y centraba toda su atención en su mamá, Yolanda Pulecio y sus dos hijos del primer matrimonio con el diplomático francés, Lecompte Fabrice Delloye: Lorenzo, Melanie. Ya en la privacidad familiar, Ingrid no dispuso de más de media hora para hablar con Lecompte y entregarle una manilla que le había tejido con bejucos de la selva. Le advirtió que viajaría esa misma semana a París, pero sin él.
Trece años después de esa tarde Lecompte y Betancourt la única unión que tienen es un divorcio ya demasiado largo. El abogado de Lecompte Heli Abel Torrado, en una de las pocas declaraciones que ha dado afirmó que Ingrid llevaba, durante años, "evadiendo el interrogatorio que fue dispuesto por un juez". La separación ha sido tan agria como los años de Ingrid en la selva.
Atrás quedaba una historia que empezó en 1995, cuando el publicista y la entonces senadora se conocieron en una cabalgata. A los días él la encontró de casualidad caminando en una calle bogotana y la invitó a subirse en su moto. Antes de dejarla en la casa la invitó a tomar café. Le escribió en una servilleta las razones por las cuales ella se enamoraría de él. Esa tarde se dieron el primer beso. Dos años después se casaron en Moorea, una isla volcánica en la Polinesia francesa, siguiendo el rito del lugar: Juan Carlos se presentó ante su prometida en una piragua mientras ella lo esperaba en tierra firme. La alianza se afianzaría cuando, de regreso en Bogotá, se casaron por lo civil.
En el pie derecho Juan Carlos se tatuó la mitad de una tortuga, Ingrid hizo lo propio con la otra mitad de la tortuga en su pie izquierdo. Se juraron amor eterno con el más longevo de los reptiles como símbolo. De regreso a Bogotá Lecompte se aplicó de tiempo completa a la primera campaña presidencial de Ingrid a la presidencia poniendo su creatividad de publicista a servicio de esta. Se ingenió campañas para marcar la diferencia como cuando repartió tabletas de viagras unidas a un mensaje provocador: viagra para parar a los corruptos y a la violencia. La iniciativa fue mal recibida entre los medios y el Invima se le atravesó.
Y fue en esa campaña presidencial cuando los desplantes de la candidata y la necesidad de marcar su independencia la llevaron a meterse en la boca del lobo del Caguán, pocas semanas después de que el Presidente Pastrana hubiera levantado la negociación con las Farc. Ingrid termina el 23 de febrero del 2002 secuestrada y Lecompte se aferra a ella dejando en el baño el peine y el reloj de pulsera Cartier que olvidó en el afán por salir corriendo rumbo San Vicente del Caguán.
El pasado en la mente de Juan Carlos Lecompte fue tomando el sabor de la ingratitud. Le pesaban sus 2.312 días de la espera de un retorno que resultó amargo; la cruzada por la liberación con un dummy acuestas; las 25 mil fotos de sus hijos Melanie y Lorenzo que lanzó a la selva; el rostro tatuado de su rostro en el brazo; su disponibilidad a canjearse por ella; los días de cárcel que pagó por arrojarle boñiga a unos congresistas; las cartas, los comunicados de prensa, las peticiones, los esfuerzos por mantener vigente su imagen, los reclamos presidenciales. La misiva de Ingrid a pedirle el divorcio dos semanas después de haber muerto el padre del marido dolido, se convirtió en la gota final de su amargura. Fue entonces cuando decidió actuar.
Aceptaba el divorcio pero no gratuitamente. Con la sociedad conyugal vigente valorizó los bienes adquiridos en el matrimonio pero fue más lejos. Su pretensión incluía la mitad del apartamento de Paris avaluado en 700 mil euros, una casa campestre y dos lotes en Idaho cuyo costo asciende a los USD 300 mil y las regalías por los dos best sellers Rabia en el corazón y No hay silencio que no termine, traducido a diez idiomas y por el que recibió un anticipo de USD 1 millon. Su abogado Helí Abel Torrado recomendó interponer una demanda penal ante la fiscalía para forzar el reconocimiento de estos derechos.
Mientras Ingrid siguió con sus estudios en Oxford, y mantiene su presitigio de Juana de Arco en Europa, su estrategia frente a las demandas de su exesposo es no darle la cara y alegar su domicilio en Europa. Los abogados de Lecompte han tratado que Betancourt se presente en Bogotá, pero siempre ha reusado hacerlo, argumentando además su nacionalidad es la francesa. El pleito se alargó y por el momento no hay ganador. Cada quien terminó encerrado en la soledad de su existencia.