Vengo de Colombia, un país donde cincuenta años de conflictos y violencia múltiple, política y hoy crecientemente ligada al narcotráfico, ha dejado el tremendo saldo de cinco millones de víctimas: muertos y desplazados de sus tierras y sitios de vida, mayoritariamente civiles, que engrosan la marginalidad urbana o la rural en los límites de la frontera agrícola, peleando con la selva para subsistir y cayendo en la trampa de los narcocultivos; tierras abandonadas, veredas y organizaciones comunales destruidas; un campo empobrecido, unas ciudades desbordadas por campesinos desarraigados que luchan por sobrevivir; jóvenes sin futuro presa fácil de la dinámica de la violencia; cientos de periodistas, de colegas asesinados en veredas y pueblos apartados.
Pero también en las ciudades. La vida profesional de mi generación de reporteros la marcó el asesinato en 1986 de Guillermo Cano, el director del periódico El Espectador, uno de los dos diarios más influyentes del país. Lo mató la mafia. Y concretamente Pablo Escobar, ese mismo que por cuenta de Netflix se ha tomado las pantallas de tv del mundo como un héroe-villano capaz de todo. Una recreación parcialmente cierta, cuando a finales de los años 80 usó su poderío violento para doblegar al país con una narcoguerra que marcó el destino del Colombia para siempre.
La droga con su estela de ilegalidad y corrupción contaminó la política, los valores, la ética social pero también la guerra. La degradó. El motor ideológico y político que llevó a la formación de las guerrillas y a las Farc en los años 60, naufragó en el mar de la droga que literalmente se tomó a Colombia y terminó convertida en el combustible que permitió la prolongación del conflicto armado por tantos, y tan largos, tristes y estériles años.
Enterramos a don Guillermo Cano, entonces jóvenes periodistas, y cuánto aprendimos de su coraje. Terco en el propósito que le costó la vida: intentar derrotar con la palabra, con la información, con la denuncia un monstruo de mil cabezas llamado narcotráfico y que se convirtió en el peor de los males de Colombia.
En poco tiempo enterramos también un ministro de Justicia, tres candidatos presidenciales y al menos 3000 líderes sociales, todos ellos asesinados por balas disparadas desde oscuros rincones de la maldad agazapada; una violencia confusa que ha dejado deudos en cada familia colombiana; son muertos que terminan reducidos a frías cifras estadísticas y a una sociedad anestesiada por la indiferencia ante semejante barbarie y sinrazón.
Este comportamiento ciudadano se expresó hace un poco más de un año con el triunfo del No en el plebiscito convocado por el Presidente Juan Manuel Santos para la ratificación ciudadana del el Acuerdo de paz firmado por su gobierno con la guerrilla de las Farc. La derrota en las urnas debilitó aún más el acuerdo, abriéndole un espacio de injerencia negativa al Congreso de la República. El acuerdo quedó huérfano de opinión en manos de un presidente débil y sin la legitimidad indispensable para liderar una implementación fluida.
Lo pactado no se ha cumplido ni en un 20% y el tema perdió relevancia y tal sentido de urgencia y de compromiso del Estado colombiano con él, que ni siquiera forma parte de la agenda de campaña de los candidatos presidenciales para las elecciones de mayo próximo. Lo del referendo fue una derrota política tan inesperada como reveladora.
Y aquí, en este punto viene mi reflexión sobre la importancia y sentido de la información y concretamente, el papel que hemos cumplido periodistas y medios de comunicación en estos tormentosos años, en los que he estado inmersa durante tres décadas.
Cuando reflexioné sobre mi experiencia de informar en un medio hostil, un adjetivo por lo demás apropiado para la Colombia de estos años, tuve la tentación de dejarme llevar por la victimización, casi que como un reflejo elemental. Y ciertamente son muchos los muertos y los duelos. Podríamos hacernos interminables presentando los riesgos de trabajar en territorios controlados por grupos armados ilegales o enfrentando el recorte de la libertad de expresión en un país donde los medios de comunicación tradicionales están perversamente controlados por grandes grupos financieros y empresariales.
Pero acá con ustedes quiero dejar atrás los clichés imperantes en la visión del conflicto colombiano. Quiero ser sincera. Lo más grave y doloroso para nuestro oficio, y debo aceptarlo como mi mayor frustración profesional, es no haber logrado construir una narrativa eficaz con fuerza informativa pero también capaz de llevar la realidad del horror de la guerra a los colombianos todos; a la indolente población urbana que desde el confort de la modernidad y la globalización toma decisiones. Y conmover. Y sacudir las conciencias y dinamizar un comportamiento social transformador. Como no ocurrió.
Mucho ruido, mucha inmediatez, muchas titulares, mucha combinación de imágenes y palabras que al final no lograron tejer un relato potente que, como he dicho, penetrara las conciencias, ayudara a pensar pero también a movilizar sentimientos y emociones, fibras de humanidad, única manera de romper la indiferencia ciudadana.
El efecto político de este fracaso ha sido evidente: la narrativa guerrerista que se impuso desde comienzos de este siglo, en cabeza de un líder con rasgos de caudillo, Álvaro Uribe, no ha podido ser diezmada por la narrativa de la paz en el espíritu de la Colombia del post-conflicto. Su inexistencia ha permitido que siga aposentado sin mayor discusión, el discurso de la guerra.
El expresidente Uribe con su discurso-relato, consiguió que las grandes mayorías lo acompañaran en el combate frontal a la guerrilla de las Farc, donde aplicó acomodadamente el principio de la combinación de todas las formas de lucha, que produjo el acorralamiento militar que las obligó a negociar y también les propinó la más definitiva de las derrotas: la de la opinión pública. Una derrota de la que la guerrilla nunca se recuperó y cuya resaca se expresó en la victoria del No en el Plebiscito y en su aplastante golpe electoral en las elecciones del pasado domingo.
Lo cierto es que la narrativa de la reconciliación, de la democracia, de la convivencia civilizada que los periodistas teníamos la posibilidad y diría, el deber de haber ayudado a sembrar y no hicimos, ha permitido que permanezcan intactas las raíces de una polarización destructiva frente a un enemigo que debe ser eliminado incluso como sujeto social, colocándonos en las antípodas de las urgencias de unas transformaciones sociales indispensables para enrutar a Colombia hacia un país de todos y mejor para todos.
Nace una esperanza con el periodismo digital y la consiguiente democratización con la fuerza de la interacción ciudadana, y que precisamente nos tiene aquí alrededor del exitoso ejemplo de Mediapart. Y a eso le estamos apostando desde el portal Las 2 orillas, el medio que fundamos con doce colegas hace cuatro años.
En noviembre del 2014, cuando apenas iniciábamos el camino, Edwin Plenel llegó a Colombia con su Manifesto-Combate por la prensa libre digital y nos animó a dar la batalla por la independencia, por la promoción de la calidad y la restauración de la confianza entre los lectores que se desdoblan en ciudadanos activos en esta sorprendente era del periodismo digital. Nos reafirmó en el empeño. Gracias Edwin por ese aliento y por invitarnos a estar aquí para participar en esta merecida celebración del triunfo de un propósito y de una experiencia, de la cual nunca terminamos de aprender.
Y ahí estamos, intentando hacer buen periodismo pero también dándole voz a la Colombia profunda, la de la otra orilla, la olvidada y violentada, que está en el corazón de nuestra guerra.
Hemos visibilizado a los resistentes, a los luchadores en los rincones perdidos desde donde han dado y siguen dando pequeñas y continuas batallas, con todo el riesgo que ello implica y sin esperar nada de los poderes establecidos tan poco amigos de ceder; hemos mostrado la realidad invisible, no valorada ni respetada de una hermosa geografía desconocida: uno paisajes velados por la guerra.
Nos hemos propuestos romper los discursos esquemáticos, anquilosados, sintonizándonos con la gente en su diversidad y libertad. Con modestia puedo decir que hemos sido exitosos, como lo demuestra las estadísticas que nos colocan entre los tres portales digitales más visitados del país, superando a los centenarios medios tradicionales. Nos hemos convertido en un referente informativo relevante, gracias al poder de lo digital y la interacción con los ciudadanos.
La tarea de enfrentar ahora la realidad de un país construyéndose después de un cruente conflicto, pero amenazado desde muchos flancos, permanece con su urgencia y desafío, solo que esta vez las herramientas con las que contamos son distintas y potentes con la ciudadanía en el corazón de la información. Esta vez esperamos no fallar.
María Elvira Bonilla
París, Francia. 16 de marzo de 2018