La palabra “palacio” me envía particularmente a dos significados. Primero, al palacio presidencial. Normalmente los periodistas se refieren, en el caso colombiano, a la Casa de Nariño con el simple apelativo de “Palacio” (la mayúscula designa su utilización como nombre propio). En segundo lugar, pienso en mi casa. Aunque no es una “casa suntuosa, destinada a habitación de grandes personajes, o para las juntas de corporaciones elevadas” (como lo define la RAE), es mi casa, donde rige mi autoridad y donde soy yo el soberano.
Permítanme hablar en primer lugar de mi palacio. Hace un par de semanas, invité a un amigo y a un par de amigas suyas a una fiesta en mi casa. Dos amigos, dos amigas, bastante prototípico el asunto. El caso es que la amiga de mi amigo que quiso hablar conmigo un rato hizo prevalecer durante la conversación el tema de sus valores: libre desarrollo de la personalidad, superación de estereotipos de índole patriarcal o machista, defensa de igualdad hombre/mujer, tolerancia hacia todo tipo de tendencias sexuales / alimenticias / políticas, entre otros. La conversación, que yo esperaba fuera un poco más relajada y simple (una expectativa que era sólo mía), se ponía cada vez más tensa. Comparto y respeto los principios proclamados por la nueva amiga, quien, sin embargo, al enterarse de mis filiaciones religiosas (llegadas a la conversación por pura coincidencia), dejó de lado toda disertación teórica de sus valores para pasar a imprecarme con cierta agresividad. No me hago pasar por víctima, ni quiero tampoco crear prejuicios contra mi interlocutora, solo constato que la conversación, tal vez animada aún más por el alcohol, se transfiguró de un momento a otro. Y digo que no me hago pasar por víctima por la sencilla razón que la amiga de mi amigo (la otra), cada tanto, dejaba de hablarle a mi amigo para hablarme a mí y aclararme lo que decía mi interlocutora, o simplemente para excusarse si yo me sentía agredido. No fui yo el único que percibió su agresividad. Al final de la noche, la agresividad se volvió burla. Burla de mis principio religiosos, de los valores a los que adhiero, de las tradiciones que sigo. Las cosas no terminaron bien, sobre todo porque, si bien acepto el debate, no estoy dispuesto a ser maltratado o burlado en mi propia casa, mi palacio.
Al día siguiente, la otra amiga, aquella que hablaba con mi amigo, me escribió para excusarse si había habido algún malentendido, pero que no había sino eso, un simple malentendido. Su amiga había hablado desde sus valores. O por lo menos esa era la justificación del “desajuste” de su amiga. En todo caso, no pude compartir aquello de que todo había sido simplemente un malentendido, cuando en realidad, en nombre de “sus” valores, la otra amiga se había burlado deliberadamente de lo que yo creo y pienso. Me pareció una flagrante aplicación de la ley del embudo en la que yo tendría que tolerar todo lo que ella dijera o hiciera y, por el contrario, mis pensamientos y palabras sí podían ser tomadas en burla. Una latente y arbitraria disimetría de los valores y de sus significados (asignados también arbitrariamente).
Pasemos ahora al otro palacio, esta vez el presidencial. Recientemente hemos visto cómo se condena la dictadura “castrochavista” en Venezuela con sus consecuencias sobre el mercado, el desplazamiento de grandes masas de ciudadanos venezolanos y el atentado a la libertad de prensa. También se ha perseguido la pretendida agenda LGTB en las famosas cartillas para escuelas primarias para evitar un supuesto adoctrinamiento de los niños (por no mencionar a funcionarios abanderados en el asunto). Finalmente, se ha exaltado, ya sea en la ONU, ya sea delante de diplomáticos del extranjero, las bondades de la JEP y en general del proceso de paz firmado entre el Estado colombiano y las Farc. Sin embargo, de puertas para adentro no podemos ver otra cosa sino la implantación forzada de una disimetría de valores, bajo el paradigma del embudo. Acá sí se pueden desconocer protocolos internacionales, dejar pasar cartillas reveladoras del mesianismo uribista, presionar medios y periodistas por medio de la imposición de etiquetas que pueden incluso ponerlos en peligro, y refundar la memoria nacional al cambiar estratégicamente la dirección de entidades como el CNMH, la Biblioteca nacional, el Archivo general de la Nación y el Museo nacional. ¡Ah!, y finalmente, desconocer ad intra los pregonados logros del proceso de paz, al punto de dejar en suspenso la ley estatutaria de la JEP, o de avanzar pasos para destruirla.
Disimetría en la aplicación y significación de valores, ley del embudo… en definitiva, infidelidad al tiempo y a la historia. Darse cuenta del valor de cada individuo, del peso de sus ideas y de sus decisiones no puede ser nunca desacertado. Hacer de esas individualidades (llámese amiga de mi amiga o expresidente, o quien sea) la regla para medir y acomodar las decisiones de todos los demás, ya en mi palacio, ya en el palacio presidencial, no es otra cosa sino una infidelidad a los tiempos actuales y a las exigencias de la historia.