La semana pasada me tropecé con un artículo de un periodista mexicano, Alberto Arce, donde se queja que a la tierna edad de 40 años se ha quedado sin trabajo. Arce ha ganado todos los premios de periodismo posibles; su último trabajo fue en The New York Times en español, esa versión aséptica y sosa diseñada para América Latina. Venía de Associated Press, AP, donde trabajó cuatro años.
Pero ahora ya no encontró puesto y se resignó a ir a un Fellowship en la Universidad de Michigan. Ojalá yo hubiera tenido una oportunidad semejante. A los 58 años, que se me notan, soy incontratable. De hecho he vivido de escribir y de pequeñas consultorías en asuntos públicos desde 2009. Y he sobrevivido.
Tal como le sucedió a Arce, a mí también me dicen que con mi experiencia las puertas están abiertas donde yo quiera. Me lo dijeron altos funcionarios de la Aduana Americana, con quienes trabajé hace ya 19 años, cuando era Directora de la Dian. Me lo dicen mis compañeros del colegio y de la universidad. Mi familia también. Pero la verdad, he estado mandando hojas de vida y solicitando empleo donde surja desde 2009 y no me ha resultado nada, nunca.
A los norteamericanos les parece genial que haya sido Embajadora en Canadá y creen que con eso tengo trabajo asegurado. Los colombianos valoran más mi trabajo en la Dian, porque saben lo difícil que ese puesto. Pero cuando me postulo al trabajo que sea, no me tienen en cuenta ya sea por vieja o por resabiada o más bien “porque no tengo el perfil”.
Fui a visitar un cazatalentos en Bogotá que me dijo que no solo yo no era empleable, sino que además yo no quería ser empleada de nadie. Me recomendó seguir haciendo lo que he hecho en los últimos años. Escribir y consultorías. ¿Quince días de vacaciones al año? ¿tener que pedir permiso para ir al médico? Jamás me dijo el consultor. Yo no soportaría eso, dijo él.
En los últimos siete meses he recibido dos ofertas de trabajo, pero ninguna cuajó. Finalmente perdí estas oportunidades y como siempre, me deprimí. Le tengo terror a un futuro sin ingresos, por ello tengo ansiedad todo el tiempo.
Cuando estoy bien leo a todas horas. Ahora me queda muy difícil concentrarme en la lectura, y sin lectura no estoy tranquila. Los síntomas de la ansiedad tienen algo de bueno. Se me cierra el esófago y no me entra la comida. Vivo con náuseas. En los últimos dos años he perdido más de 15 kilos y ya casi llego a la talla de mi juventud. Lo malo es que no tengo tranquilidad de espíritu, siempre estoy preocupada de cómo será el futuro sin ingresos.
Por ello he estado tratando de practicar mindfullness, que es estar aquí y ahora, no rumiando sobre el pasado ni preocupándome por el futuro. Pienso que afortunadamente estoy bien de salud, pero eso es como consuelo de tontos. La salud se aprecia es cuando se pierde.
Hasta intenté casarme por plata y la unión duró sólo seis días. El tenía trastorno fronterizo de la personalidad, que hace imposible convivir con personas así. Un ejemplo típico de esa personalidad son los dictadores como Hitler y Chávez. Solo se hace lo que ellos quieren, jamás dan las gracias y mucho menos piden perdón. El mundo gira solo en torno a ellos. Y no sabía yo que los millonarios sacan en cara, a cualquier oportunidad, el dinero que se han gastado en uno. Y eso que al mío le devolví todos los regalos.
A pesar de que conscientemente quiero quitarme esa angustia que me cierra el estómago, no he podido hacerlo. Sé que los elementos objetivos están a mi favor: la salud, el novio y el simple hecho de poder seguir escribiendo lo que me viene en gana; por ahora no tengo problemas económicos. Me defiendo haciendo lo que me gusta y mis leales amigas me ayudan a salir adelante.
Mis hijas ya son adultas y se desenvuelven solas. Las llamadas telefónicas son cada vez más escasas. Una me llama sólo cuando está enferma y otra cuando necesita plata. Dentro de todo a mí eso me parece positivo: son independientes y cortaron el cordón umbilical.
Día a día me repito que hay que vivir el hoy. No tengo ningún control sobre el futuro y el pasado no se puede cambiar. Pero una cosa es decirlo y otra convencerme a mí misma. Aunque cuando escribo siento una liberación, no he podido sobrepasar la angustia que me carcome no el alma sino el estómago.
Cuando era pequeña deseaba ser una piedra o un árbol. A estos no les duele vivir como a mí. Yacen inertes y no están pensando en la muerte, tanto como suelo yo hacerlo.