Después del reacomodo constitucional de 1991, cuando se pensó que el país encontraría un rumbo de paz y progreso en el marco de la participación ciudadana, los partidos, comenzando por los tradicionales, se convirtieron en grandes aparatos destinados únicamente a ganar las elecciones, de cuyos sótanos, laberintos y bodegas no han salido.
Los principios rectores de la política fueron desahuciados deliberadamente; vivíamos en un medio donde el dinero era, como ahora, la suprema expresión de la existencia, tan idolátrica que la Corte y el Congreso se convirtieron en el templo de groseros sacerdotes.
Los principios de la ética del Estado nunca fueron válidos en un medio donde lo fundamental era ganar las elecciones, alcanzar prebendas, eliminar a los competidores y buscar el poder en sí mismo.
Con el tiempo se produjo la sensación de que en el país se había replanteado la manera de hacer la política, por cuanto se habían instalado mecanismos de alta sensibilidad democrática, como si fueran la panacea para reestablecer los estilos centenarios y desordenados.
Una gran ilusión se apoderó de la nación, las reformas se trocaron en un barniz que ensayó la paz, loable iniciativa, pero la postura de los nuevos tiempos, con el asesinato de sus protagonistas, con autoría del mismo Estado que fungía como reformador a bordo, no cristalizaron el sueño deseado y en cambio sus puertas dieron paso a escalofriantes pesadillas.
El narcotráfico arrebató el mando a las instituciones, el presupuesto fue una caja menor de los corruptos y se lanzaba, como en Suiza, la riqueza por los retretes y los ríos.
El mito de la democracia se instaló en el colectivo nacional, la fábula del Leviatán destinada a renovar la naturaleza política terminó destruyendo las esperanzas colombianas y el pacto quedó “hecho trizas”.
La democracia participativa implantada creó ilusiones y utopías parecidas a los espejismos que observan los sedientos en los desiertos desolados de la Alta Guajira, entelequias que hicieron del proyecto de civilidad una feria de indignidades ciudadanas, un festival de engaños democráticos, una exaltación del dinero fraudulento, a tal punto que se le otorgó estatua y estampilla a los malechores que usurpaban el erario público.
Los éxitos del nuevo rico, del traqueto de Miami, del mafioso de la cuadra y del político del barrio se exaltaron como valores admirables en el imaginario colectivo del país.
Se produjo el efecto de equiparar la trampa con la realidad, la habilidad del comisionista de los estrados gubernamentales con la decencia y se articuló una especie de consenso social y rutinario en torno al bandidaje de cuello inmaculado.
Solo faltaba la docilidad, la mansedumbre y la resignación social y, de la función disciplinaria, del acatamiento institucional, la ordenación de los circuitos mansos y del toque “suavecito” se encargarían los medios de comunicación.
A Étienne de La Boétie no le perturba en su tumba la peste que era espantada con telenovelas, reinados, eventos ciclísticos y cuadrangulares futboleros, sino la “la servidumbre voluntaria”.
Las flamantes sociedades de los siglos XX y XXI, la lúcida sociedad postmoderna con sus movimientos sociales y la intelectualidad doméstica y manejable cumplieron el rol de Celestina y se llegó al estado de enaltecer la Tercera Vía, catalizadora del ejemplo de los Estados Unidos, donde impera una economía neoliberal recalentada, alabada por nuestra gastronomía criolla.
Solo faltaba sumar al sometimiento una relación violenta y las muertes de los opositores se hicieron selectivas, tanto que a lo largo del medio siglo de las luces tenebrosas el fuego de democracia narcotizada consumió a los mejores pensadores del país.
Que para los dueños del poder nunca fueron crímenes, simplemente labores de asepsia y neutralización, problemas de higiene y limpieza política; labores parecidas a las efectuadas por La Operación Cóndor en el Cono Sur, instaladas con la sapiensa del Secretario de Estado Henry Kissinger, Premio Nobel de La Paz, instigador de genocidios y desapariciones, experto en el arte de hacer sufrir y legitimar torturas.
Asistimos a una nueva relación epocal, la sociedad más desigual del planeta, que se resiste a presenciar la muerte de las divinidades y asistir a los funerales de La Razón y la Democracia, considera que la paz es la mayor conquista, en lo que coincidimos, no obstante que la violencia institucional condena a veinticuatro millones de colombianos a dormir con los estómagos vacíos.
Entretanto, mientras se juega póker en los cenáculos del poder y prospera la bienandanza en la Tertulia de los Elegidos, hay sectores que consideran que la justicia debe desvestirse de la neutralidad, dejar de un lado la equidistancia y comprometerse con las mayorías.
Duele saber que la Corte Suprema de Justicia, conocida popularmente como Corte Suprema de la Corrupción, se haya convertido en los últimos tiempos en la gran disimuladora de la democracia. Hasta pronto.