Nos enseñaron a darle valor a las cosas, no por lo que significan para nosotros sino por lo que dicen ellos que valen. Nos enseñaron a vivir más para trabajar más, en lugar de vivir más para disfrutar más; a perseguir la felicidad lejana en lugar de vivir buenos momentos. Nos enseñaron a ser esclavo de nuestros errores en lugar de ser rey de nuestros aciertos; a admirarlos a ellos en vez de lograr que ellos sean quienes nos admiren; a aceptar que mientras ellos viven, nosotros solo podemos verlos vivir.
Nos enseñaron a hacer lo básico, a no creer en nosotros; a hablar de desigualdad social mientras otros son los que pasan hambre; a repetir el chiste gracioso y festejarlo para ser aceptados por otros; a arreglarnos como otros, a hablar y repetir las conductas socialmente aprobadas por ellos. Nos enseñaron a acomodarnos en la cuadrilla de todos, a triunfar y ser exitosos de acuerdo con el diccionario y las reglas de ellos.
Nos enseñaron a dar a cambio de algo, en lugar de dar por amor; a ser indiferentes en lugar de decir “me haces mucha falta”; a ignorar irresponsablemente el tiempo que se pierde, a romper las promesas, a apreciar solo a quien nos sonríe y nos celebra todo lo que hacemos y decimos; a rechazar a quien nos corrige, nos habla fuerte, nos disciplina y nos dice lo que no nos gusta escuchar.
Nos enseñaron a preocuparnos por el que dirán, en lugar de reforzar que nada de lo que digan va a cambiar nuestro pensamiento; a no sobresalir para ser aceptados por el común de la mayoría.
Nos enseñaron a celebrar las navidades y otras fechas como ellos, a comprar regalos como todos, a cantar desafinados en las fiestas, a reenviar memes flojos y tontos, a vivir adictos al celular como todos.
Nos enseñaron a discutir el tema del día, el que designan los grandes medios de ellos; a creer que la madurez se hace con la edad, a aplaudir como otros, a repudiar como otros, a censurar como otros, a sonreír como todos aun cuando estemos tristes.
Nos enseñaron que el sufrimiento por la pérdida humana duele, pero que la venganza o la condena del juicio lo cura completamente. Nos enseñaron a madurar como frutas, más no aprendiendo como personas.
Nos enseñaron a no dudar, a aceptar la primera impresión, a creer en lo que otros creen en lugar de tener convicciones propias.
Nos enseñaron a tributar como otros, a izar la bandera, a cantar el himno como todos, a regalarle el voto al jefe o al amigo, a ser hincha de un equipo de futbol, a ponernos la camiseta como todos cuando juega la selección.
Nos enseñaron a copiar en lugar de innovar, a pedir en lugar de dar, a juzgar en lugar de comprender, a intimidar en lugar de argumentar, a injuriar en lugar de dialogar, a culpar a otros de nuestros fracasos, a buscar el atajo y el quiebre de las cosas en lugar de lo complejo y legal.
Nos enseñaron a señalar a quien piensa diferente, a tachar de revoltoso a quien denuncia los atropellos y la desidia del estado; a distanciarnos de quienes se atreven a sublevarse. Nos enseñaron a estar del lado del ganador y de quien ostenta el poder, a premiar al sumiso y censurar al atrevido, a obedecer y ser humildes en lugar de irreverentes.
Nos enseñaron a aceptar las cosas como nos dijeron que eran en lugar de atrevernos a dudar; a resignarnos si las metas no se dieron, porque es que Dios lo quiso así; y si se dieron es porque Dios lo quiso así; a pedir la ayudita divina cuando nos vemos en aprietos.
En fin, nos enseñaron a vivir desapercibidos, a no dejar huellas, a que nadie recuerde que estuvimos ahí en ese único instante del mundo donde nadie lo estuvo, inclusive, ni siquiera quienes crearon el maldito formato.