Colombia ha enfrentado durante varios años un grave problema de desigualdad que solo puede solucionarse con cambios estructurales que hagan más justa la distribución del ingreso, las oportunidades y el acceso a activos como la salud, la educación, el crédito y la tierra. Nuestro país ocupa un lugar en la lista de los diez primeros países con mayor desigualdad del mundo.
Cuando analizamos el nivel de participación que debería tener el Estado y el grado de intervención del mercado en la provisión de bienes públicos nos enfrentamos a dilemas éticos. Procurar un servicio de salud en condiciones justas de acceso y calidad, y a su vez controlar el afán de lucro de los prestadores privados es, sin duda, un asunto ético, igual que decidir quienes deberían pagan más impuestos y definir qué programas se deberían financiar con estos recursos.
Desde cada una de sus actividades los ciudadanos deberían contribuir a la construcción de una sociedad favorable para quienes tienen menos oportunidades. Los modelos educativos actuales no sólo opacan esta sensibilidad social, sino que a través de la especialización de los saberes, del uso de un currículo inflexible y de un sistema de evaluaciones competitivo, desconocen el valor que tiene el proceso del aprendizaje por sí mismo, reducen la importancia de inteligencias diferentes al lenguaje y a la matemática, así como también limitan la imaginación y la creatividad.
"La educación – reflexionaba Hannah Arendt – es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él". Mientras se considere que la educación es apenas un medio de ascenso social, nos alejamos más del principio de responsabilidad social y se seguirá ampliando la desigualdad. Si la educación se usa para crear una sociedad de individuos con afán de acumulación de bienes y sin respeto por el bienestar de los demás, especialmente de aquellos más vulnerables, el resultado no es diferente del que estamos viendo.
El Censo Agropecuario es una radiografía clara del país que hemos venido construyendo a lo largo de los últimos años. La tenencia de la tierra está muy concentrada: el 70 % tiene menos de cinco hectáreas mientras que el 0.4 % tiene propiedades de más de 500 hectáreas. La pobreza rural no monetaria es de 44.7%, superior en más de dos veces a la cifra de pobreza urbana. El 20 % de la población menor de 16 años no está en el sistema educativo. Menos del 10% de la población tiene acceso al crédito. Ante esta realidad los técnicos que diseñan el presupuesto de la nación decidieron que para 2016 los recursos del sector agropecuario debían reducirse en 43% afectando principalmente la cobertura de crédito y la necesidad de reducir el déficit habitacional. El recorte se ampara en la idea de austeridad inteligente que pretende enfrentar de manera equivocada una fase recesiva del ciclo económico. ¿Por qué este ajuste lo deben sentir los más pobres?
El generador de los difíciles problemas sociales que viven las zonas rurales es precisamente el mismo Estado, cuya ausencia en muchas zonas del país ha permitido que a lo largo del tiempo las condiciones de pobreza sean más agudas, y que surjan grupos que reemplazan las funciones del Estado trayendo consigo la violencia que todos conocemos. En 2010, Colombia ocupó el segundo lugar después de Sudán por tener los mayores índices de población desplazada con cerca de cuatro millones de personas expulsadas de su tierra.
Históricamente nuestros gobernantes han pertenecido a las clases sociales hegemónicas que no se identifican con la mayoría de las situaciones que viven sus gobernados. En Brasil, el ex presidente Lula originario de una clase pobre y con formación técnica en metalurgia, implementó una política redistributiva mediante una regla que obligó a que el salario mínimo se ajustara por encima de la inflación considerando el crecimiento económico, e hizo que la política de subsidios del programa Bolsa Familia llegara a las zonas más apartadas del país. Los resultados fueron impresionantes: la pobreza se redujo de 38 % en el 2003 a 24.9 % en el 2009, la desigualdad disminuyó en 1.2 % cada año, se generó 18 millones de nuevos empleos y 10 % de la población más pobre incrementó su ingreso en 7 puntos porcentuales por encima del promedio nacional.
Por el contrario en Colombia el salario mínimo no logra tener ajustes muy superiores a la inflación, los programas que otorgan subsidios como Familias y Jóvenes en Acción se ubican en ciudades principales porque el costo de ponerlos en zonas de difícil acceso se incrementa varias veces. Por fuera de las justificaciones técnicas, Colombia necesita pensar éticamente en sus problemas sociales. Los colombianos deberíamos identificarnos más con los otros y con su dolor, más aún cuando queremos poner final a un conflicto tan prolongado como el que hemos vivido. En un escenario posterior a un posible acuerdo, deberíamos adoptar una posición de solidaridad real y salir de la tríada: individualismo, indiferencia e indolencia en el que caímos.
La indiferencia crece paulatinamente y se vuelve aceptada socialmente sin darnos cuenta. El incremento de la conectividad nos ayuda a distraernos de esa realidad. No es lo mismo la sensibilidad que produce una noticia trágica que circula por las redes a tener contacto directo con quienes la padecen. Esta última genera mucho más compromiso porque la llegamos a sentir como nuestra. “La conectividad – dice Nicholas Carr –está perjudicando nuestro sentido moral”. Aunque las redes sociales sean muy útiles cuando dan forma a una conciencia política y cohesionan acciones que conducen al derrocamiento de largas dictaduras en algunos países del medio oriente por ejemplo, en nuestras vidas cotidianas sirven más para homogeneización de los gustos y para impulsar elecciones compulsivas de consumo.
El número de veces que rota un peso en una sociedad muestra qué tantos lazos comerciales o productivos existen en la misma. Cuando la balanza comercial del país indica que hay una tendencia a que sus importaciones sean cada vez mayores que sus exportaciones no solo es prueba de una pérdida de competitividad y de presión por endeudamiento en moneda extranjera, sino que señala que las decisiones económicas de los agentes locales no generan un estímulo que se aproveche internamente. La brecha entre importaciones y exportaciones como porcentaje del PIB pasó de ser menos del 1% en 2002 a casi 13% en 2014. Entre estas mismas fechas la importación de bienes de consumo se ha incrementado en más de cuatro veces.
Las decisiones de consumo de los mismos colombianos no se orientan a fortalecer su propia economía, ese dinero deja de circular en nuestra su sociedad y se pone a favor de otros que probablemente no lo necesiten tanto como nosotros. La demanda tiene un fuerte papel reasignador de recursos. En manos de ciudadanos conscientes de los problemas de su país y con principios éticos ésta se orientaría a favorecer a los más desprotegidos. Otros países reconocen este papel y fomentan un consumo responsable que privilegie bienes y empresas que produzcan impacto social y ambiental.
Los lazos construidos en contacto verdadero con los demás contribuyen mucho más a fortalecer las redes de cooperación entre individuos. Bunker Roy, con el movimiento de los pies descalzos, nos da una lección de que no es necesario contar con personas calificadas para construir una comunidad de individuos preocupados por los demás. En la India, él ayudó a consolidar colectividades de personas iletradas que se expresan en diversas jergas locales, pero que entre todos complementan, reconocen y comparten sus saberes generando ideas de gran ayuda como paneles solares o filtros de agua. “Lo que hace falta – plantea Roy – es organizarse para explotar el potencial y la sabiduría que pasan de generación en generación”.
En Occidente el conocimiento se transmite principalmente por medio de las instituciones educativas, los niños están cada vez en menos contacto con sus familias. Este sistema fomenta la individualidad, la competencia y el consumo como signos de éxito. Keynes llamó la atención sobre el crecimiento económico como un medio y no como un fin, que este debía traer y mantener un nivel de confort material mínimo que permitiera un mayor tiempo libre para las personas, pero lo que vemos hoy es gente atrapada en una cadena de producir incesantemente para consumir incesantemente. En las culturas orientales antiguas, por el contrario, el desapego de los bienes materiales y de los conocimientos inútiles son requisitos para ponerse al servicio de los otros.
La mayor transformación que debemos tener en adelante es cultural. Despertar una genuina voluntad de ayuda con los desmovilizados y ofrecer un indulto verdadero para no repetir los episodios violentos que se dieron en la época de la Unión Patriótica. Debemos reemplazar esas posturas de rechazo por otros colombianos y asumir compromisos por los demás. Debemos eliminar de nuestro comportamiento la indiferencia y asumir responsabilidad por el abandono en que tenemos a nuestros propios campesinos. El filósofo italiano Antonio Gramsci lo dijo de una forma contundente: “la indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida”.