Desde la mañana del 20 de julio, fiesta nacional, se leían expresiones como: “cuál independencia..., si seguimos bajo el yugo del imperialismo, estamos esclavizados, oprimidos, dominados, ¿por qué celebrar el día de la independencia?”
Igual sucederá el 12 de octubre cuando recordemos la gesta de un navegante que venció sus teorías de llegar a las Indias Orientales a través del mar tenebroso. Seguramente ese día escucharemos: “cuál descubrimiento, cuál hispanidad, si lo que hicieron los españoles fue arrasar con la tierra, robarse el oro, violarnos sin misericordia, imponernos su cultura, con una caterva de expresidiarios ladrones.”
Santa Teresa de Jesús, muy bien decía que la imaginación es la loca de la casa, al referirse al discurso interminable de nuestros pensamientos que juzgan, se equivocan, son jueces implacables, hacen ruido constante, se extravían en un mundo imaginario, muchas veces no aportan nada, alborotan el alma y ponen adrenalina cuando debatimos, dialogamos, conversamos o vociferamos en las redes sociales.
Esa descripción vale revisarla en el contexto de nuestras pasiones desenfrenadas que alimentan rivalidades, polarizaciones y patrioterismos, bajo la condición que nos caracteriza como seres humanos imperfectos, pero facultados para mejorar y para amar.
No ha sido en vano que sigamos intentando sacudirnos de una historia que nos ha obligado a pensar solo en fórmulas de guerra; es hora de usar el patriotismo y tanto amor que decimos sentir por Colombia, para ayudar a forjar un mejor país, que derribe el enfrentamiento irreflexivo que nos despedaza en las calles, campos y ciudades.
Pareciera que el tiempo no pasara y nos estancáramos en una tierra movediza, destilando odios, envueltos en fanatismos, que nos tapan los ojos, que alimentan monstruos de venganza extrema, que se oponen al desarrollo, a la innovación, al deseo de vivir en paz y reconciliados.
Parecemos arrogantes e implacables con el pasado y lentos en ponernos de acuerdo en la salvaguarda de la nación con la que soñamos. A diario en lugar de construir espacios de diálogo, respondemos sin permitirnos leer o escuchar; atesoramos la marca indeleble de la venganza; no estamos listos para reconciliarnos, y ese estado, nos ayudaría a mirar con misericordia las heridas de las víctimas y mirar por la ventana del perdón a los victimarios.
No vale la pena gastar tanta energía en difamar, despreciar, desprestigiar a quien piensa distinto. Para vivir con plena independencia, debo renunciar a todo aquello que me ata: los odios enconados.
No vale la pena, seguir construyendo infiernos,
en esta patria que ha soportado
lo indescriptible de la muerte
No vale la pena, seguir construyendo infiernos, en esta patria que ha soportado lo indescriptible de la muerte. Si soy de izquierda, de derecha, o del centro, de centro izquierda o centro derecha, de alguna de las orillas que se alejaron de la democracia, hay que encontrar las fórmulas para derribar el odio y la venganza. No debo morir por pensar distinto, no debo ser humillado por exponer mis pensamientos; no vale la pena mantener vivo lo que nos hizo mal en el pasado.
Que nos conmueva la capacidad de perdón y que no nos sorprenda más, el hastío que deja la estela del dolor. Hemos tenido héroes en todos los bandos y villanos en todas las orillas.
En medio de la ceguera que produce el odio, jamás se encuentra reconciliación; allí se esconden los miedos que desata la imaginación, esa loca de la casa.
Es preciso independizarse de tanto rencor y pasión, para poder mirar con mesura el futuro del país. En otras latitudes se protesta sin tirar piedra, sin romper vidrios, sin rayar paredes, sin prender hogueras, sin dañar monumentos. En otras latitudes hay más respeto y convivencia.
Mientras el ruido que producimos bajo la hoguera de la pasión y el desenfreno siga imperando en nuestras vidas, no tendremos tiempo ni espacio para escucharnos, por las ataduras que nos anclan en el universo del resentimiento. Es necesario que nos independicemos de tanto ruido que apaga el corazón de los colombianos; contamos con gente maravillosa y vivimos en un hermoso país.
Poco caerá del cielo si no ponemos de nuestra parte, si seguimos con el estigma de un discurso que repetimos como loros. Somos una nación con grandes valores para que sigamos en la insulsa disputa de la penumbra.
Independicémonos de tanto ruido, renunciemos a todo lo que nos impide la felicidad y la paz. Es el momento de tomar el timón de nuestras propias vidas y mirar con optimismo el futuro de la nación; es necesario acabar con lo negativo, con lo que destruye el anhelo y la esperanza de un gran país.
Debemos buscar en la mente lo sabio; de lo contrario, solo pensaremos en los problemas y tanta disputa no nos permitirá encontrar las soluciones.