Las piernas lánguidas parecen el último rastro que cuelga fuera de la llamarada: su cabeza, torso y brazos han desaparecido. Se han calcinado. Kunal Arya había sido transportado en una camilla de bambú desde Mukti Bhavan, el reconocido hotel de la muerte en Benarés (Varanasi), donde había fallecido a los 87 años. Y su deseo era ser cremado a orillas del río Ganges, en el noroeste de la India, a 676 kilómetros de Nueva Delhi.
Arya estaba envuelto en una manta de seda blanca, parecida a una sábana y adornado con guirnaldas de flores de caléndula. Ya en la ribera, fue sumergido bajo las aguas marrones-grisáceas del río más sagrado para los hindúes, el mismo que guarda estiércol de vaca, carne podrida, orines, botellas de vidrio, plástico, plomo, níquel, cobre, arsénico, madera. Su cuerpo se transformaría en cenizas que luego serían arrojadas a la corriente, como lo exige el ritual, para liberarse del ciclo de la vida y alcanzar el famoso ‘Moksha’. Pero para varios de los occidentales que turistean en la ciudad de la muerte (y la vida), la escena parece aterradora.
A tres metros de la hoguera, siete vacas combaten los inminentes rayos de 42 grados que rostizan su piel canela. Se esconden debajo del Ganga y contemplan, inmóviles, asomando la cabeza, la escena. Un perro callejero se postra frente a una muchedumbre que conversa con parsimonia esperando a que el muerto se convierta trizas. Son ocho hombres. No hay mujeres.
“Parecen familiares de aquel cuerpo que se ha reducido a la nada-- shuniya en hindi--”, me dice Suresh, pelo gris, espinoso, dientes verdes-morados, como los de un mambeador de coca, camisa blanca, deshilachada, pantalón de dril negro, tan viejo como su edad, chancletas rojas, bañadas en polvo, uñas encarnadas. Estamos en un palco sobre el río, a cinco metros del cadáver, vislumbrando, una tarde de verano de abril, uno de los crematorios públicos de la India.
“Aquí, (en el Harishchandra Ghat), se creman entre 15 y 40 cuerpos por día”, dice antes de escupir un líquido negro, parecido al chimó que consumen los llaneros colombianos.
A Suresh se le notan los conductos cuando abre la boca. Me dice en un inglés con erres arrastradas, que cremar un cuerpo en este, el segundo crematorio más grande de Benarés cuesta 4mil rupías, unos 62 dólares ó 179 mil pesos colombianos.
“Un cuerpo promedio dura más de cuatro horas en cremarse, my frrriend”.
Y es que según su recital, primero un monje lo embadurna de ‘Ghee’, una especie de mantequilla clarificada, antes de que cuatro trabajadores, que pertenecen a la casta de los intocables – Doms en hindi—lo envuelvan en una manta de seda blanca y lo adornen con varias guirnaldas anaranjadas. Esas mismas cuatro personas a quien nadie se atreve, ni siquiera, a tenderles la mano– se dice que los Doms son los únicos que pueden manipular a un cadáver porque la muerte es contagiosa—llevan el cuerpo hacia el Ganges, lo sumergen por unos minutos y esperan a que se seque.
Luego de dos horas, los familiares llevan el cuerpo purificado en su camilla de bambú – sin tocarlo-- hacia una extensa cama de 25 kilos de palos de mango – que funge como un ataúd—antes de que “los intocables” lo saquen y cubran con la misma cantidad de madera para formar lo que se conoce coloquialmente como pira funeraria. Finalmente, esparcen sándalo en polvo, incienso y más ‘Ghee’ para evitar el olor a muerto. La tradición hindú dice que el familiar más cercano del cadáver debe rasurarse la cabeza, portar ropas blancas, dar tres vueltas alrededor del cuerpo con una antorcha en la mano y que esta toque la boca del cadáver para prender la llamarada.
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Un bote de madera desteñida nos espera a orillas de un Ganga tan oscuro como una cloaca. Son las cinco de la tarde. La puesta de sol está cerca. Nos recibe Ashish, ojos cafés, desorbitados, ojeras que parecen ocultar largas noches de alcohol y crack. De inglés acentuado y tez morena, fiel a la hindú que durante años ha sobrevivido a las inconmensurables ráfagas de sol.
Emprendemos un viaje río arriba rumbo al crematorio más concurrido de Varanasi. Atrás quedan los últimos lavadores de ropa del día. Están cansados. Nueve horas de juagar y machacar cientos de sábanas y toallas – por allá de los hoteles u hospederías—son suficientes. Las extienden a orillas del Ganges, sobre los peldaños de escaleras vacías, parecidas a las tribunas de la Acrópolis griega. Se llaman ghats y hay más de 80 en Varanasi.
Dos picos negros se vislumbran en el camino. Martillan con sincronía. Están sobre una masa blanca que parece las piernas de un cachorro flotando a la deriva. Los chulos las despellejan. “Come, come (vengan)”, nos dice un grupo de muchachos con medio cuerpo sumergido en el Ganga. Recuerdo a mi profesor de derecho en Inglaterra “Do NOT swim in the Ganges even if it is very warm out there just now”, que ni se me ocurriera zambullirme por más calor que hiciera. Ashish suelta una bocanada de humo y remata sin inmutarse: “Menos mal no es un cuerpo humano. Hay familias que no tienen con qué pagar una cremada y no les queda de otra que tirar los cuerpos al Ganga. Ahí llega una mancha de chulos, buitres, a devorarlos”.
A la derecha de la balsa hay un muchacho no mayor de 10 años, de piel negra, carbonizada, vendiendo flores de caléndula desde su diminuto bote de madera. Al frente, dos buitres devorando las chatas de un perro abandonado. Y a la izquierda, una muchedumbre sumergida, rezando, haciendo burbujas o mostrando las comisuras de sus labios a cuanto extranjero pasa navegando. Así es el Ganges: un vertedero surreal de aguas sagradas pero contaminadas; un río que no parece ser hogar de 140 especies de peces y hasta delfines rosados; un bañadero de cuerpos sudados, polvorientos, algunos impuros; un refrescador de vacas; un cementerio ambulante.
Le pregunto a Ashish sobre los crematorios públicos. Apunta con su dedo hacia un tumulto con 14 luces titilando. Nos acercamos al Manikarnika Ghat, el más concurrido en la ciudad más vieja de la India donde alrededor de 100 cuerpos se desvanecen con las 24 horas del día.
“Cada muerto es envuelto en un color diferente. A las mujeres que mueren jóvenes, entre los 35 y 50 años, las cubren con mantas de seda roja. A las viejas, de la tercera edad, con mantas de seda dorada. Lo mismo a los que tienen plata. Los hombres, en su gran mayoría, están cubiertos con mantas blancas”.
Discutimos sobre la cremación que había visto horas atrás. Le pregunto que por qué no hay mujeres. Me responde que los funerales son una tarea de hombres. Machismo, puro machismo dogmático como el de algunos musulmanes que he conocido. Luego me explica que hay algunos cuerpos que no se queman: los de las mujeres que mueren estando embarazadas, los de los niños que mueren antes de cumplir dos años, y los de los criminales y suicidas. Se cree que para los primeros dos grupos sus espíritus están puros y no deben ser consumidos por el fuego. Pero para los dos últimos la carga de sus pecados ni siquiera se purifica con la fuerza de las llamas.
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A Arjun* le dicen que debe esperar mínimo tres horas. Postrado en una silla de plástico, clava su mirada al horizonte. El sol se ha despedido de Varanasi pero la luz de las llamas que creman a su madre continua encendida. Dos hombres – que aparentemente pertenecen a la casta de los intocables— machacan con vehemencia la llamarada. Sus palos de madera sienten el crujir de un hueso, tan duro como una moneda, que todavía no ha calcinado. Contrario a su primer movimiento, levantan dos palos de mango con sigilo para voltearlo. Todavía continua blanco, intacto, redondo.
Una ráfaga de viento vespertino sopla la hoguera. Miles de cenizas se esparcen en el aire y golpean en el torso de Arjun. Se tapa la boca, cierra sus ojos negros, pero no renuncia a alejarse de los últimos vestigios provenientes de su madre. Me quedo sigilosamente contemplando la escena mientras Nicole, mi compañera de viaje, me advierte. No puedo sacar mi cámara. Por respeto a la tradición, los curiosos podemos deambular por el crematorio más grande de Varanasi pero no podemos tomar fotos o videos. Mucho menos de los picos que arden en llamas.
Un Dom, que nos ve conversando con Arjun, se acerca. Tiene una camisa gris destartalada, un turbante en la cabeza, y una manta blanca alrededor de sus caderas. Sus piernas están tan delgadas como una varilla, sus manos bañadas de callos y sus uñas están negras como las de un recolector de café. Ofrece un pequeño recorrido por el Manikarnika Ghat a cambio de unas rupías. “No problem, no problem”, se le oye recitar. Nicole da un paso atrás y decide unirse a Ashish en frente de la balsa. Yo acepto y lo sigo como un borrego.
Primero subimos por las escaleras del ghat hasta un azotea donde reposan varias cenizas. Me dice que son de algunos cuerpos cremados y la madera usada en el ritual. Después de un rezo improvisado, unta su dedo de ceniza y lo esparce en mi frente. Suspira en hindi, le pido que me traduzca a inglés pero parece que no entiende. Su discurso es memorizado; cuando le hago preguntas asienta nomás.
Bajamos de nuevo. Me pide que me acerque a otra llamarada y que me quede por unos segundos mientras el humo repleto de cenizas golpea mi espalda. Quizás quería que me untara de muerto como varios de los ‘intocables’ que a diario deben sobrevivir para garantizar un plato de comida; quizás quería que percibiera el desasosiego que produce una llamarada; quizás quería que viera de primera mano cómo es manipular con desespero uno de los 32.000 cuerpos que se disipan cada año a orillas del Ganga.