Uribe es, sin lugar a dudas, uno de los personajes más importantes de la historia política colombiana. Después de ocho años en la presidencia, cuatro años más de oposición y ad portas de definir una nueva elección presidencial, Uribe demuestra que es, y seguirá siendo por un muy buen tiempo, todo un patriarca de la vida de los colombianos.
El uribismo, como la enfermedad mental, siempre me ha parecido tan fascinante como peligroso. La adoración y veneración de la que Uribe es objeto y la facilidad con la que se convierte su opinión en referente de todo tipo de acciones en todos los niveles del comportamiento —¡hasta en la sexualidad!—, no dejan de resultar inquietantes. Uribe es un faro moral y ético para muchas personas, así como la expresión de la vida colectiva con la que sueñan.
En la última semana me tomé el trabajo de preguntarle a muchas personas por qué querían votar por Óscar Iván Zuluaga y la referencia a Uribe fue general. De hecho, Zuluaga es percibido como un mero objeto de sustitución coyuntural y obligada de Uribe, y como la condición para volver a vivir un tiempo que sus electores consideran tristemente perdido y particularmente idílico.
Animado por un espíritu que hoy ya me produce cierta vergüenza, revisé comentarios de usuarios de Facebook en los que dejaban claro sus motivos para votar por Zuluaga y me encontré con un conjunto de argumentos, creencias y justificaciones casi siempre coincidentes con la necesidad de utilizar la violencia legítima del Estado para alcanzar la paz.
Sin embargo, lo que me causó más curiosidad, fue el tipo de recursos retóricos a los que hacen referencia los defensores de Zuluaga y el modo en que argumentan por qué Santos no los representa. He aquí algunos ejemplos:
- "Voto por Zuluaga porque no quiero vivir en un régimen comunista que controle mi vida..."
- “Esos indígenas votan por Santos porque todavía se dejan controlar con espejitos…; “¡son indios al fin y al cabo!”; “indios tenían que ser esos animales…”
- “Yo no voto por un presidente que hace rituales satánicos con los indios de la Sierra…”
- “No voten por Santos, dejen de ser ecuatorianos…”
- “No podemos tener un presidente que apoye la homosexualidad…”
- “Elegiremos al Dr. Oscar Iván Zuluaga presidente 2014 al 2018, candidato de mi presidente Álvaro Uribe Vélez, el mejor presidente de todos, adelante mi presidente Uribe, usted es el mejor presidente. Colombia lo aclama para ser de nuevo nuestro presidente 2014 al 2030 y lo elegiremos con millones de votos. Colombia exige pena de muerte para todos los de las Farc y ELN, fusilamiento en plaza pública, cámara de gas, inyección letal, pero que se mueren se mueren esa partida de miserables gusanos… [sic]”
- “Qué tristeza todos los que apoyan a FarcSantos son puros estúpidos universitarios, puras fresitas hijos de papi y mami criados a punta de kellog’s…”
- “El que vota por santos votará por la Farc. Apoyo la creación de convivires si gana Santos… [sic]”
- “Prefiero a Zuluaga que tener a un masón títere del nuevo orden mundial gobernándome…”
Tengo que aceptar que hay momentos argumentativos tan delirantes que no podía evitar reír, pero bastaba con recordar que todos ellos hacen parte de la base electoral que pronto nombrará un presidente para perder el buen humor. ¿Cómo es posible afirmar semejantes cosas, con tal desparpajo y con esa convicción? Intentar hallar su lógica es una tarea que los científicos sociales deberían emprender.
Pero quiero señalar aquí un solo aspecto de toda esa lúgubre y delirante retórica que me produjo especial curiosidad: la fascinación, la emotividad, la vehemencia y el apasionamiento con el que se expresan los uribistas. Parecen presas de un arrebato francamente delirante. A los uribistas les sobra esa sensiblería que, en cambio, a muchos electores nos hace falta.
Tengo que aceptar que me aterra esa pasión enferma que muestran. Su propensión a la hipérbole, a la idolatría y al fatalismo. Hay tanto amor, que el odio y la venganza se convierten en sentimientos obligados. Y tanto fervor, que el deseo de llevar a cabo su proyecto no puede expresarse sin ser incendiario.
Alguna vez tuve la desgracia de compartir una tarde con Uribe. Vi cómo la gente se le lanzaba para tocarlo y llevarse para su vida íntima algo de su presencia. Tuve que hacerme a un lado para que no me arrollaran mujeres que le gritaban a Uribe “te amo” y “gracias”, mientras se codeaban para disfrutar mejor ese momento eterno de gozo al lado de su presidente.
Esa tarde me di cuenta que Colombia estaba perdida. Loca e irremediablemente. Entregada a un amor febril y enfermo por un ídolo al que todo le perdonan porque todo en él se mide con su propio criterio. Un amor enfermizo y dañino, pero amor al fin y al cabo.
Esta semana, escuchando y leyendo de nuevo a los uribistas, entendí que lo peor que puede pasar el próximo domingo no es que Zuluaga sea presidente, sino que todos ellos —mis vecinos, mis compañeros, el taxista, el policía...— vuelvan a sentir que su amor ha triunfado y que serán necesarios nuevos incendios para consumarlo.