Eran casi las ocho de la noche de un martes de octubre. Después de estar laborando por casi 10 horas era merecido distraerse con una serie que por días había estado entreteniéndome. Recibí una llamada, luego colgué y me concentré en lo que estaba viendo.
Pasaron unos minutos, cuando de pronto sentí una explosión dentro de una subestación eléctrica cerca de mi casa, que en realidad de primera mano no causó impresión, quizás por la costumbre de sentir cientos de veces ese tipo de sonidos.
Transcurridos unos instantes, escuché voces en la calle en tono de alerta. Algo pasaba, puse en pausa la serie y decidí salir a ver qué ocurría. La primera escena que encontré fue una llamarada de fuego dentro de la subestación eléctrica, me detuve a observar creyendo que el fuego cedería, pero su dinámica mostró que la cosa era seria y de atención inmediata.
Regresé adentro, me puse en función de comunicarme con la línea de emergencias para reportar lo que acontecía, la línea resonó más de 10 veces, nunca atendieron, giré afuera a seguir atento de la situación y ponerme en guardia.
El fuego parecía indomable, el servicio de energía eléctrica fue suspendido, las sirenas y pitos de los bomberos retumbaban en medio de la oscuridad, la agonía y el desespero entre vecinos hacía mella, los minutos eran eternos, las llamas se levantaban como en las fauces de un dragón. En lo personal, los nervios me consumían, pero mantenerme frío y claro en el pensamiento era mi única opción.
El lugar se llenó de gente extraña de un barrio vulnerable; tomaron posición de espectadores, como si se tratara de un acto circense, se montaron en los muros de las casas sin importarles la procesión que los vecinos al sitio. Estábamos padeciendo, les importaba más saciar su morbo por encima de su propia seguridad.
El fuego fue controlado luego de más de una hora, dejándonos sin servicios públicos, la jauría de desquiciados regresó a sus guaridas, los vecinos nos adentrábamos en horas oscuras, solo hasta el atardecer del día siguiente se nos reestableció la energía eléctrica.
Mientras todo esto sucedió durante la emergencia, en el sitio nunca advertimos una ambulancia de la red pública que hubiese hecho presencia como respuesta a una posible contingencia, tampoco durante los días siguientes nos visitó algún funcionario de la administración distrital a escucharnos y ponerse a la orden; de parte de la empresa A-ire el silencio ha sido abismal, como si la vecindad no existiera. El olor a quemado ha estado presente todos estos días, ocasionando que el ambiente sea pesado y estemos inhalando aire contaminado.
La forma como fue tratado este asunto raya en la inhumanidad, en la falta de empatía y solidaridad, tanto de parte de la administración distrital como de la empresa A-ire. El peligro para la vecindad está latente, la subestación de energía eléctrica no brinda las garantías de ser segura para mantenernos tranquilos, el aire que estamos inhalando está viciado con un olor extraño, la Alcaldía de Barranquilla parece más preocupada por mostrar una ciudad en desarrollo que atender el bienestar de la comunidad.
De lo que se vivió quedó la sensación que hace falta mayor coordinación de parte de las entidades que deben reaccionar en estas emergencias, policía y servicios de salud brillaron por su ausencia, sin descontar a la atrincherada autoridad ambiental de la ciudad que reposa en sus oficinas. Nos hace falta mucho para ser esa gran ciudad, pero, sobre todo, nos hace falta humanidad.