Como un relojito, puntual a las seis de la tarde cuando el sol y la luna se confunden, los reflectores transmiten una realidad que quisiéramos que fuera la ficción. El pulso toma un ritmo desenfrenado y el corazón estallaría en mil pedazos si no estuviéramos curtidos y blindados por el prolongado historial de desengaños a que nos tienen acostumbrados. La transmisión cotidiana ha sido el altavoz a través del cual se nos ha notificado, una a una, las medidas tomadas; una gruesa carpeta de decretos presidenciales, decisiones que corresponden a una realidad distinta a la que conocemos y vivimos la mayoría.
¿Los que no tienen para comer podrán resolver las angustias con la oferta de un crédito que nunca podrán alcanzar? ¿Los empresarios urgidos por la nómina, los arriendos, los servicios, los créditos, lograrán reunir los requisitos que exigen los bancos a tiempo para salvar sus negocios, si por algún milagro obtienen su aprobación?
Estas son preguntas que surgen dado que la mayoría de las medidas y los escasos recursos se concentran en el sistema financiero, nos guste o no es la estrategia que el gobierno trazó. Los fondos solidarios no hacen parte de sus previsiones.
Independientemente del éxito o fracaso de esta decisión, y de los análisis interesados, hay una realidad incontrovertible, que desmantela los cimientos sobre los que se edificó el dogma del libre mercado: al contrario de la pretensión de minimizar el papel del Estado, este es el baluarte de toda sociedad, sea desarrollada o atrasada como la nuestra; de su fortaleza y acertada conducción depende nuestro futuro.
No existe organización privada que pueda sustituirlo; hasta los monopolios desaparecen cuando el mercado se extingue, seremos testigos históricos del entierro de algunos.
Nos va la vida en que esta lección sea aprendida por las mayorías. Continuar sentados frente a las pantallas, en silencio e indiferentes, no contribuye a la solución. Si no hay cambios en la política los miles de negocios informales, las mipymes por las que aboga Acopi, los agricultores distintos a los importadores de alimentos e insumos para la agroindustria, la multitud de negocios de servicios, los profesionales independientes perecerán o a lo sumo prolongarán su agonía.
Es seguro que todos nos tendremos que morir algún día, pero mientras vivamos, debemos hacerlo con dignidad, disfrutando de las más elementales condiciones que ofrecen los notables avances que la humanidad ha logrado. En el país que vivimos, en el que se impide el desarrollo autónomo, eso no será posible mientras las decisiones las continúen tomando intereses ajenos a los nuestros. Las pandemias de la salud y la pobreza no podrán ser extirpadas a menos de que hagamos las cosas de otro modo.