Todos los medios de comunicación del país se equivocaron al afirmar que era la primera vez que había clavados en Cartagena.
Medios locales definieron el espectáculo como algo sin precedentes en la Historia de la ciudad. ¡Impreciso! Basta repasar algunos hechos lejanos o recientes para reconocer que el deporte de clavar a otro, de clavar a un grupo, de clavar al turista, de clavar al elector, o incluso de clavarse a uno mismo (Quinto es experto en ese estilo) se viene practicando en la ciudad desde los remotos tiempo del adelantado don Pedro de Heredia, que con su diplomática Catalina, clavaron a los habitantes de poblaciones como Apaco, Maracaobí, Zeamaco, Tuniriguaco, Zamba, o Cipacoa a comienzos del siglo XVI.
Los orígenes de la clava, especie de manduco para lavar, delgado en el asidero y grueso hacia la punta, de unos 90 centímetros de largo, se pierden en los remotos paisajes de la Grecia antigua y la Roma imperial. En las confrontaciones de entonces era común que la disputa finalizara con la expresión “Me lo clavé”, para referirse a un súbito golpe dado al adversario, asestado con precisión.
Hoy la expresión “Me lo clavé” se escucha a diario, solo que el clavadista (término elegante que se prefiere ante el vulgar clavador) asesta el mismo golpe pero sin el uso de aquella arma rústica, muy parecida a los mazos cavernícolas.
Un turista salvadoreño me cuenta que iba por la playa y se le acerca un muchacho que vende ostras al natural. Le dice al turista que le acepte “la pruebita”. El turista amable, acepta.
Mientras saborea el afrodisiaco molusco, otro muchacho le ofrece una escuálida muela de cangrejo (de pruebita, obvio). El salvadoreño acepta una, dos y tres “pruebitas”, aderezadas con limón. Luego, el turista dice que ya está bueno de pruebitas, y que dará una propina a cada uno.
El ostrero asesta con la frase: “Lo mío son 35 mil pesos”. El muelero, con 45 mil. El turista, en medio de su conversión mental de dólares a pesos, les dice que eso no puede ser. El muelero y el ostrero se enojan, y el turista está en desventaja. Los muchachos acuerdan clavar al turista con 60 mil pesos. Estos clavadistas al repartirse el dinero, repiten: “Me lo clavé”, al igual que los guerreros griegos y romanos en la antigüedad.
La autorreflexión “Ahora sí estamos clavados”, es también constante. El mismo día del evento de zambullidas en las aguas coprocristalinas que rodean el Centro de Convenciones, la frase se la escuché a ciudadanos del común que no entendían cómo se paralizaba una ciudad por más de cuatro horas.
“Hermano, cada vez que esto pase, cada vez que cierren la ciudad, cada vez que nos cambien la medio tranquila vida que llevamos, el Distrito debería devolvernos los impuesto por clavarnos tanto, es decir un impuesto a la clavada”, comentó un taxista, en medio de una carrera entre el barrio Chapacua y Bocagrande.
Los taxistas por supuesto, son expertos en el viejo arte de clavar a sus semejantes. El Distrito no está en capacidad de afrontar tal petición y el Concejo saltará desde el trampolín apenas la escuche. Juntos son protagonistas de grandes clavadas históricas, como el Parque de la clavada ( o comida) caribeña (hoy sede de la Policía), el parque espíritu del clavar ( o manglar), los clavapeajes de Manga, o la Transclavada Caribe.
La gran clavada de el Barbita Vélez, es la soñada edificación del Instituto Distrital de Cultura que prometió hacer durante su administración y ahí está el lote en la Avenida de El Lago, flor-heseiendo (la asesoría es de su homóloga barranquillera, seguramente) de verdolaga, escobilla, manca tigre, cadillo, gramalote y pringamoza. Esa es apenas una de las buenas clavadas de el Barbita a los gestores culturales de la ciudad.
El espectáculo ha pasado, pero los clavados continúan habitando la ciudad con la esperanza de que sigan llegando a la urbe grandes eventos que hagan reflexionar a la administración (ya eso es bastante) que sí es necesario un impuesto a las clavadas que han resistido por años sus moradoras.