Santiago, 10 de agosto de 2013
Querido Horacio:
Te voy a contar algo increíble que me pasó hace muchísimos años. Era 1991 ―conservo tan intacto el recuerdo que por eso puedo citar todos estos detalles― y yo estaba en el colegio. Cursaba exactamente 1º de primaria y era la única niña negra del curso. Mis compañeritas solían molestarme por eso. No puedo hablar de discriminación como tal, no de la mayoría, pero muchas me hacían bromas pesadas. Yo solía desecharlas, pero recuerdo con nitidez una época en la que las bromas fueron más constantes y tenían un fin: convencerme de que era mejor ser blanca que negra.
La precursora era una compañerita totalmente pelirroja, de cara colorada, pecosa y muy muy blanca; «blanca como la leche». Esta compañerita solía repetirme que lo mejor para ser blanco era echarse cloro (en realidad decía Clorox, por la marca comercial). En su lógica, si su mamá podía blanquear la ropa con unas gotas de ese líquido transparente de olor penetrante, yo también podía quedar blanquita después de bañarme con un poco. Me lo sugirió tantas veces, y con tanta insistencia, que logró convencerme y un día yo le dije a mi mamá que si podíamos hacer eso: bañarme en cloro. Con el tiempo —y no necesité de mucho porque en mi casa me lo enseñaron con paciencia y cariño— entendí que ese tipo de ideas surgen de la más profunda ignorancia y que la ignorancia se puede —se tiene— que combatir. Que es como una enfermedad vacunable y puede tener cura.
A principios de agosto, la columnista y conferencista Ángela Marulanda se preguntaba, desde las páginas de El Colombiano, por qué los contribuyentes deben financiar con sus impuestos la entrega gratuita de píldoras anticonceptivas a todas aquellas jóvenes que las soliciten en algunos centros de salud. Para esta famosa conferencista, que se define como «educadora de familia», esto equivale a financiar la promiscuidad sexual y alienta la lujuria. A semejante disparate yo lo llamo sin rodeos ignorancia, como cuando mi compañerita me sugería insistentemente bañarme en cloro para ser blanca, porque es mejor ser blanco que negro, con la abismal diferencia de que Marulanda no es una niña inocente, sino una señora que da conferencias sobre asuntos de familia, nada más y nada menos.
En una columna contundente y lúcida, Ana Cristina Restrepo responde a las inquietudes de Ángela Marulanda y le recuerda lo obvio, lo que ella, gurú de temas familiares, se diría que no (re)conoce: que la reproducción de las mujeres dejó de ser una convención familiar y social, casi que un mandato divino, y que hace mucho tiempo pasó a ser también un asunto de salud pública. Creo que Marulanda ignora que educar para la abstinencia suena muy exitoso en la teoría, pero que en la práctica una pareja de muchachos quinceañeros —por ponerte un ejemplo—, en pleno despertar sexual, no se van a juntar para darse besitos sueltos, mientras ambos rezan el rosario. Una avemaría, un besito casto, un besito casto, una avemaría, y luego se despiden, aplazando las ganas para otro día. Hay que educar para la sexualidad responsable. Para ejercer la libertad sobre nuestro cuerpo con conciencia. Hay que educar para el respeto propio y el de la pareja. Lamentablemente esa educación sexual es aún escasa para una gran parte de la población y por eso se hace necesario, como un asunto de salud pública, que se distribuyan anticonceptivos —y condones— en los centros de salud. Porque sabemos que los anticonceptivos no son medicamentos, pero es que la salud pública no se trata solamente de enfermedades; el fin de la salud pública no es prevenir o curar enfermedades; va mucho más allá de eso: es educar para tener hábitos sanos. En Medellín, ahí mismo, no muy lejitos de la señora Marulanda, tienen el recuerdo de un hombre ejemplar que predicaba con devoción lo que acabo de decir sobre la salud pública, me refiero a Héctor Abad Gómez.
Pero la ignorancia, querido Horacio, no parece tener límites. Cuando uno cree que ha leído algo terrible, no tarda en aparecer algo más que lo supera o iguala. En la misma semana que leí la columna de Marulanda, me llegó este enlace de la Gobernación del Casanare. En la sección «Gente», tienen una subsección para describir a los indios que habitan en la zona. Los clasifica en «pacíficos», «semicivilizados» y «bravos». A estos últimos los describe como «ladrones y dañinos». En resumen, el texto infiere que los indios son unos salvajes que atacan a los pobrecitos blancos. No necesito ser antropóloga para saber que esa no es la forma de describir a nuestras poblaciones indígenas. Y solo basta un poco de sentido común para concluir que es una falta de respeto.
Si a Ángela Marulanda le parece excesivo que los contribuyentes paguen con sus impuestos la opción de una mujer a cuidarse y planificar, a mí me horroriza que del bolsillo de esos mismos contribuyentes hayan salido los recursos para elaborar una página como la de la Gobernación del Casanare, con ese contenido sobre los indios que bien podría tener el honor —junto a la columna de Marulanda— de ser el mejor monumento erigido a la ignorancia.
Con un abrazo y un beso,
Laura.