Cada tanto en Medellín se levantan algunas voces para intentar un escándalo en torno al funcionamiento y sostenibilidad del Museo Casa de la Memoria. Esa exacerbación coincide, usualmente, con la llegada de una nueva administración municipal, que es cuando se deben ratificar los compromisos con iniciativas que vienen de tiempo atrás y que no necesariamente son una prioridad para el gobierno nuevo. De alguna manera, esas preocupaciones y suspicacias están bien fundadas, porque este museo, que echó a andar formalmente en 2009 y es ente autónomo desde 2015, siempre ha tenido cuesta arriba su consolidación por el juego de esos vaivenes político-administrativos.
En su corta vida el museo nunca ha sido considerado una prioridad de la ciudad y ha logrado mantenerse a flote haciendo filigrana con los ajustados recursos que se le destinan luego de que las administraciones repelan la olla para, finalmente, entregarle unos recursos súper ajustados —los sobrados— para cumplir con su tarea que, por cierto, apenas en el periodo pasado (2016-2019) tuvo indicadores dentro del plan de desarrollo municipal, dada su condición de ente descentralizado; el más joven.
El Museo Casa de la Memoria se originó por iniciativa de varias organizaciones sociales y de víctimas que, en buena medida, siempre han estado cercanas y atentas al devenir del proyecto. Afortunadamente, la idea caló en el programa de atención a víctimas de la ciudad y tras un proceso de diálogo abierto con múltiples actores ciudadanos se formalizó como la primera organización estatal de este tipo en el país. Por tanto, como es costumbre con muchas de las iniciativas del Estado en Medellín, es piloto, modelo y referencia de su campo para Colombia y América Latina. Su propósito es ser una plataforma pedagógica sobre el conflicto armado colombiano que procura, en quienes interactúan con sus contenidos, un análisis y comprensión de lo que ha pasado y sigue ocurriendo con la violencia en nuestro país, desde una postura activa, consciente, solidaria y aportante, para que eso malo que pasó no se olvide y no vuelva a ocurrir.
Es un espacio incluyente que propende por el encuentro de todas las miradas, las voces e ideas, con el fin de generar escenarios para el diálogo diverso, incluyente y disonante, que favorezcan la creación y extensión de experiencias de convivencia y democracia posible sustentada en la diversidad y el respeto por las diferencias. Entonces, es clave para la cultura y la educación de una ciudad y un país que se dicen comprometidos con el desarrollo y el bienestar de sus ciudadanos.
Ahora bien, lo que no se entiende es por qué siendo un proyecto de tanta relevancia para la sociedad que garantiza un alto reconocimiento social y político, nunca ha sido priorizado por las administraciones que, en los últimos años, han pregonado su sensibilidad y compromiso con el desarrollo social. En una ciudad así, un museo de estas características merece que se disponga todo lo necesario para que madure y pueda avanzar firme dada su condición como retoño más joven del patrimonio público local que, además, sin duda, cumpliendo su tarea le aportará al logro de varios de los objetivos de distintas secretarías de la ciudad, como lo son las de educación, inclusión, cultura y seguridad, por ejemplo.
Y súmele a esta falta de compromiso político esos levantamientos de voces periódicos que nunca han pasado de ser aspavientos intrascendentes al centrarse en lo menos relevante de lo que le puede interesar a la sociedad sobre algo como la memoria, el conflicto que aborda y, por ahí derecho, la visibilización, el reconocimiento y dignificación de sus víctimas: que pusieron a fulanito de tal en la dirección y ese no es cercano a X o Y, que fulanito es cuota política de aquel y le voleó el pelo a perano, que fulanito no sabe, que no hace las cosas como perano las hizo, que mejor aquel otro fulano… y que tal y Pascual.
La mayoría de estas expresiones de malestar proviene de voces que, en efecto, por años han estado cerca de las víctimas, de la construcción de memoria y del trabajo por los derechos humanos. Inclusive muchas de ellas se precian de ser expertas en tales materias. Sin embargo, en su consternación bien intencionada han equivocado el objetivo de sus críticas asumiendo posturas o soltando señalamientos de un corte sectario y miope que al final termina lacerando aquello que pretenden defender, pues con sus argumentos propician alrededor del museo un imaginario, un velo, que hace que se vea como algo reservado para unos pocos capaces de entender la verdad del conflicto y las víctimas, que no admiten que el tema pueda ser abordado por otros que no comparten su opinión y sus enfoques, y que menosprecian a quienes se acercan al museo por curiosidad o por cultura general al no cumplir con la condición social o intelectual establecida para acercarse al tema, al mejor estilo de los clubes sociales más exclusivos de los que despotrican, con seguridad.
Qué cosa más lamentable tratándose de personas cuyo principal interés debería ser inspirar e impulsar el diálogo, la cercanía y el acuerdo porque han dedicado su vida —cree uno— a la búsqueda de la paz. Caen en las conductas típicas de los chismosos malaleche o, lo que es lo mismo, de algunos de nuestros ilustres senadores que mantienen su popularidad jugando en los extremos, creando y difundiendo mentiras para hacer quedar mal al otro, posando de faro cada uno desde su orilla, asegurando ser la luz mientras que su opuesto es la oscuridad total.
Esta no puede ser una discusión entre extremos, de blanco o negro. Por el contrario, quienes se interesan y preocupan por fecundar una nueva sociedad, en paz y con una democracia funcional y sostenible, deben asumirse grises para no entrar en el juego de las acusaciones infundadas y baladíes en contra de quienes trabajan por lo mismo. Ello puede terminar dañando sus buenos propósitos, pues creer de plano que aquellos que no actúan o piensan como ellos y se mueven fuera de su campo ideológico están impedidos para aportar, en este caso, al mejoramiento y sostenibilidad de una herramienta tan relevante como el Museo Casa de la Memoria, le permitirá a esos que siempre han sido nocivos para la construcción de la paz, atacar con su enconado sectarismo la conveniencia de un proyecto tan justo y bien pensando como el museo.
Ojalá que ese arrogante modo de actuar tan típico entre esos “memorólogos” no genere malestar también en el gobierno actual (2020-2023) y que este, a pesar de la crisis del COVID-19, sea capaz de reconocerle con recursos y voluntad política la relevancia al museo para que finalmente, consolidando y manteniendo un equipo de técnicos idóneos, sea el lugar de incubación y expansión de paz que la ciudad se debe y merece.