Estamos viviendo, paralelo a la pandemia por coronavirus, otra pandemia de orden social: un creciente interés mundial por derrumbar o cercenar estatuas de personajes que, de alguna manera, representan un pasado de racismo y clasismo colonial. En todo un debate se ha convertido este despertar iconoclasta, acerca del cual unos abogan por un respeto a los valores históricos y otros apuntan a juzgar, más allá de los “logros”, la cara oculta de los que llamaron próceres.
Quiero sumarme al debate, pues creo que algo importante que puede hacer un ciudadano (y me siento uno) es pensarse lo concerniente a su ciudad. En este caso me referiré al movimiento “derribador” a nivel mundial, pero especialmente al de mi natal Cali y a la propuesta del concejal Terry Hurtado de resignificar la estatua de Sebastián de Belalcázar.
Empezaré afirmando que la ciudad es un tema difícil. Se debe precisamente a que no es un espacio estático, sino orgánico, que todo el tiempo está haciéndose. Si se quiere, es un ente inarmónico. El sociólogo David Harvey lo distinguió alguna vez como un “epicentro de creatividad destructiva” (Ciudades rebeldes, 2013)*. Además, gran parte de lo que se moviliza todo el tiempo en la ciudad son sus valores, lo que le representa y lo que le permite ser de esa manera y no de otra. Tal como en una persona, la ciudad toma esos valores de muchos aspectos, entre ellos su historia y los hechos y relaciones que, de una forma u otra, para bien o para mal, han hecho de ella quién es, y así esos valores le impulsan a proyectarse. Sucede aquí como lo planteaba Sartre cuando decía que somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros. Con el permiso de mis colegas de filosofía, me atrevo a trasladar a lo colectivo macro, esta afirmación existencialista.
Los monumentos son conmemoraciones de hechos o personajes que vinculan a la ciudad con unos valores. Lejos de ser simples ornamentos, son el arte de la memoria y la celebración de la misma. Por eso suelen ser sitios turísticos que la gente que quiere conocer de qué se trata tal o cual ciudad, los visita y se convierten en suvenires para adornar las neveras y repisas de turistas agradecidos. Al mismo tiempo, son símbolos de la identidad colectiva de los ciudadanos, lo que genera una relación semiótica-identitaria que podemos traducir como arraigo. El popular “yo soy de aquí”, lo que se extraña en un viaje largo, lo que uno describe en otras tierras…
Es por esto que la discusión sobre si se baja o no un monumento típico, simbólico y geográficamente importante no es una discusión “inane y estéril”, como lo mencionaba el periodista Diego Martínez en su columna para El País, puesto que la del concejal Hurtado no es una iniciativa aislada, sino que está amarrada a una movilización progresiva que tuvo su origen en las marchas recientes del #BlackLivesMatters en Estados Unidos y otros países, propongo mejor preguntarnos: ¿qué hay detrás del acto de derribar una estatua? Si estas no son al azar, sino que tienen algo en común, cabe pensar que hay razones detrás del acto furioso y no solo impulsos vandálicos, como lo presentan los medios.
Si somos juiciosos/as en responder a la pregunta, veremos que, en efecto, hay razones en la ola iconoclasta que crece y que, como nube de polvo del Sahara, ha llegado hasta nuestro país aunque de maneras más reflexivas. Algunas razones pueden ser la conciencia sobre un racismo estructural que se ha ensañado históricamente con las comunidades afro e indígenas, los movimientos sociales de protesta que hasta el año pasado estaban en furor y que a pesar de la pandemia siguen inconformes con las políticas estatales; también la reivindicación progresiva de los orígenes por parte de grupos de estudio, movimientos culturales y artísticos que quieren transformar los espacios en lugares ecológicamente posibles y humanamente habitables para todos, todas (y todes, de acuerdo a nuevas reflexiones).
Según esto, Si Bristol puede ver a Edward Colston nadar en el río, Boston hacer perder la cabeza a Cristóbal Colón y Bruselas cambiarle el look a Leopoldo II, no estamos ante una simple y “esteril” demostración de vandalismo. Detrás de tales actos hay una ciudadanía que cuestiona sus valores y se atreve a repensar si vale la pena que estos personajes, representantes de ideologías y prácticas condenables, cobren tal relevancia en su memoria y su geografía; en otras palabras, si estas estatuas conmemoran y representan lo que quieren ser como ciudadanos y como seres humanos. La inquietud ha llegado a Colombia. El debate más movido está en Cali, que tiene una estatua de Sebastián de Belalcázar.
Por supuesto, adjunto a estas ideas, están las implicaciones de las variables urbanísticas en el sentido no solo arquitectónico, sino también histórico, icónico e incluso turístico. Además, un monumento no es solo él como tal, sino un conjunto urbanístico, un ambiente monumental (La renovación de los centros urbanos como práctica ideológica, 1993)** y Belalcázar no es solo una estatua, se inscribe en una colina predominante en la ciudad. Mismo caso en Popayán, donde se encuentra la otra estatua al mismo conquistador en el Morro de Tulcán. Sin embargo, no es la primera vez que Cali y otras ciudades deben enfrentar debates por la renovación de espacios públicos. Tal vez lo que marca esta discusión en particular, es que está en juego la fundación y por tanto la historia de la ciudad.
Ante el agotamiento de los discursos hegemónicos de clase, raza y condición social, la iniciativa de Terry Hurtado en el Concejo de Cali abre el debate sobre la importancia de Sebastián de Belalcázar para la ciudad, puesto que hay razones históricas para ligarlo a actos que lo responsabilizan de la muerte de cientos de indígenas en su misión colonizadora, hecho que en una sociedad triétnica como la colombiana, no es digno de conmemorar. Con ánimo menos fúrico y más político, la propuesta lleva en su título, la clave de su valor: resignificar. El verbo es una invitación para la ciudadanía, no a quedarse sin estos espacios simbólicos y turísticos ni tampoco a borrar su historia, sino a darle sentidos renovados y más conscientes de lo que se conmemora.
Las estatuas deben ser un homenaje a los logros por la vida y/o una sentida conmemoración a nuestros muertos. En un país que lleva tanto tiempo haciendo la apología de los victimarios y sufriendo la barbarie continua de las imposiciones ideológicas y económicas (eso es el colonialismo), vale la pena que nos pensemos cuánto nos ha deformado el dejar de reconocernos en nuestros orígenes. Como lo dije, las ciudades como las personas, son orgánicas y cambiantes.
Tal vez detrás de resignificar una estatua está la necesidad de reconocernos y revalorarnos como ciudad y como país.
¡Enhorabuena por estos debates!
*Harvey, David. Ciudades Rebeldes: Del derecho a la ciudad a la revolución urbana. 2013.
**Álvarez Mora, Alfonso, La renovación de los centros urbanos como práctica ideológica. 1993.