LXI
Aprendí en la calle a ser poeta,
en la lúgubre palidez de la montaña,
en la languidez de mi huerto,
en el terror de la huida y en el hambre,
a endulzar versos en el borde de los ríos,
a hilar imágenes de rosas,
a saborear la miseria entre la lluvia
y hurgar el miedo en el destierro,
recuerdo el dolor de mi vereda,
el chirriar de la lechuza en la baranda,
la brisa fría asomándose a mis dedos,
la palabra herida de usos y cansancios,
aprendí a llamarte en el deshielo,
hito de la piedra y el agua,
bello rincón deshabitado,
rumor del regreso y el desaire,
hoja suelta,
villa rica,
estrella que amo,
sombra eterna
en la orilla de mis venas
LXII
Escribo para rescatar mi sangre
y las heridas
y las ollas
y las cosas
destruidas a patadas y balazos
por esbirros y tiranos,
decirte que soy de allá,
de las laderas y trapiches de tu cuerpo ignoto,
la sombra de la tierra malherida,
la significación de la lucha
en la mirada de la flora hecha pedazos
la memoria resignada en pupitres,
alamedas y rituales,
la inocencia de la paz descuartizada,
la rabia y el dolor acumulado
en los convites y los signos.
LXIII
Esa desnudez tuya
hecha decretos,
leyes,
acuerdos y pandemias,
esas casas vacías que te habitan,
esas tardes baldías
que decrecen y renacen
como hitos de amor en el celaje,
como sueños malgastados
de ruinas y despojos,
como el capricho del viento
de azotar el dolor en las esquinas,
como el terror de la noche
en la juntura de mis huesos.