Supe por una entrevista de Santiago Moure y Martín de Francisco que Humberto de la Calle, en sus días de juventud, fue un poeta nadaista. El nadaísmo fue una corriente de pensamiento colombiana nacida en los sísmicos años 60, que apostó por una estética -y una ética- que sobrevolaba el descontento con la vida y se posaba sobre un ferviente interés por encontrar al hombre en sí mismo más allá de los otros (ese infierno). Conocidos personajes como Gonzalo Arango, Eduardo Escobar y Jota Mario Arbeláez, entre otros, retrataron en sus escritos y poemas la llegada inevitable e irreversible de la melancolía. Nadie se salva. Ni ahora ni nunca.
La melancolía siempre ha estado con nosotros. Incluso para los antiguos griegos era una de los temperamentos característicos de la conducta humana, estrechamente ligado al pesimismo. Sin duda fueron estos primeros asomos de una temprana sicología (que tardaría en sistematizarse varios cientos de años más) los que dieron cuenta de la importancia de la melancolía como condición natural y espontánea en la existencia del hombre y que entre otras cosas ha sido –con justicia- asociada con el sentir, proceder y vivir de los artistas.
Con frecuencia se confunde la melancolía con la tristeza o la amargura; emociones, para la mayoría, hirientes y paralizantes. Sin embargo la melancolía habita entre todos nosotros -y a pesar de nosotros- como fuente inagotable de creación y como único antídoto –y defensa- a nuestro inexorable destino: ser esto y solo esto. Nada más. Somos gota de lluvia, aliento de fiera, susurro de noche. Finitos, inacabados, peregrinos. Sin vagas o efervescentes promesas, ni fórmulas instantáneas de felicidad, en la melancolía yace una precisa y persistente sustancia vital: la nostalgia. Un camino recorrido, un paso dado, una estela atrás: el pasado como brújula, el porvenir como excusa.
El melancólico no es un hombre avasallado
por granjearse obscenas riquezas
o lucir un resonante poder
El hombre melancólico es principalmente un hombre afortunado. No obstante su fortuna no radica en los –siempre engañosos- placeres ofrecidos por el mundo. El melancólico no es un hombre avasallado por granjearse obscenas riquezas o lucir un resonante poder. Tampoco es un hombre empeñado y enceguecido por rumbos definitivos o resultados evidentes. La virtud del melancólico radica en su capacidad de comprensión del mundo. Ha sabido aceptar las flaquezas y caprichos de la vida y de paso ha quedado al tanto de lo que significa –o más bien implica- existir: su día a día. Su condena.
Escribo estas palabras lejos de Colombia, abrazado por un frío seco y pesado que viene del mar. A pesar de la distancia me han llegado las noticias de los peores días del acuerdo de paz: corrupción viciosa, muertes de periodistas extranjeros y faltas imperdonables a los compromisos adquiridos. Es evidente que con más golpes así, no tardará mucho en convertirse en cenizas. Otra esperanza desamparada. Otra más.
Con cierto desasosiego pienso en Humberto de la Calle, imagino los últimos pensamientos que despiden sus noches. Seguramente recuerda sus días de juventud, sumido en la melancolía del incierto porvenir y repite antes de dormirse versos que merodean la suprema idea de jamás haber pretendido ser invencible. Hoy es más poeta que político.
Personalmente me siento en deuda con De la Calle por su trabajo esmerado y cuidadoso persiguiendo la idea esquiva y controversial de contribuir a la paz colombiana. Un acto de profunda poesía. Por eso mi voto será para él. Aunque no resulte electo no será un voto perdido. No pierde aquel que sabe que no hay asunto valioso en la vida que se trate de ganar y si se tratara, quien sabe agradecer, no es vencido jamás.
@CamiloFidel