Por esos días la palabra tecnología era escasa. Apenas se asomaba la última década del siglo XX cuando un compañero del curso quinto B trajo un artefacto curioso y llamativo. Un pequeño bloque amarillo, con un broche azul en uno de sus costados, que se abría para reproducir un casete de cinta magnética. La música, sin embargo, sucedía más allá del cubo aplanado. Un entramado sencillo de cables transmitían las ondas de sonido hasta una diadema metálica que terminaba por incrustarse en los oídos del engreído niño. Con el tiempo, el dichoso aparato empezó a aparecer con más frecuencia gracias a regalos de cumpleaños, primeras comuniones y navidades. Años después, se convertiría en un elemento fundamental en la indumentaria de los estudiantes más contrariados, ausentes y distantes. Incluso recuerdo a un compañero, autoproclamado punk, que halaba el saco vinotinto del uniforme hasta que cubría su mano, luego recostaba su cabeza sobre la parte anterior de su muñeca para poder oír la música; mientras las tediosas clases de trigonometría nos hacían desconfiar del paso inevitable del tiempo. Dicho ejercicio le ayudaba a desaparecer el mundo que lo rodeaba. Funcionaba.
He mencionado varias veces en este espacio que la importancia social y humana del espacio público radica en la presencia de la inminente intersección de intereses individuales. Por supuesto, no todos los espacios públicos son lo mismo. Una clasificación probable los distinguiría de acuerdo con la frecuencia e intensidad de dichas intersecciones. A mayor frecuencia e intensidad, mayores posibilidades del conflicto (y provecho). En palabras más dramáticas, lo que sucede en dichos espacios es una “lucha” por la conquista y doblegamiento (o negociación) del interés ajeno. Para el caso de la ciudad contemporánea, dicha conquista o acuerdo se refiere a las dos recompensas fundamentales: el territorio y el tiempo.
Dicha tensión se manifiesta de formas considerables cuando se utiliza el transporte público: todos quieren llegar primero y llegar sentados. El conflicto (por fortuna, excepcionalmente violento) ocurre ante una inevitable realidad física del bus o del vagón del metro: solo existen pocas sillas disponibles y la competencia por llegar primero es casi imposible de ganar. Muchos intereses y muy pocas formas absolutas de satisfacerlos. Sin embargo, esta situación no es del todo negativa porque, para bien o para mal, nos lleva a comprender, aceptar y considerar una verdad irrefutable: los otros existen. O hilando más delgado, los otros también tienen intereses similares a los propios. El origen básico del largo y estrecho ejercicio de la empatía. (Ya depende de nosotros si convertimos estas eventualidades en un problema o sabemos extraer de ellas el máximo beneficio).
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No es el personaje conectado a los audífonos quien desaparece, sino los otros, quienes lo rodean, son quien se convierten en simples y borrosos espectros
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Aunque mucho se discute actualmente sobre esta importante emoción, y cada vez proliferan más los libros y columnas al respecto (esta es una de ellas), que detallan y enrarecen su definición, la empatía -o al menos su esencia fundamental- yace en la más llana cotidianidad. Al entrar en contacto con los otros (más allá de nuestros familiares a quienes respetamos y comprendemos por razones mucho más egoístas de lo que creemos) se presenta ante nosotros una posibilidad concreta de tener una experiencia moralmente provechosa. La simple presencia física de los otros, su voz, su olor, el ruido que causan sus pasos y mandíbulas, nos son útiles. Los otros y sus intereses son una forma de comprender la vulnerabilidad de nuestros juicios y conclusiones (eso que cada quien considera “lo importante”). Además de otorgarnos el sosiego que causa saber que la vida no es una experiencia individual y solitaria sino más bien un sendero breve que se transita bien acompañado y vigilante del interés común (tal y como debería ser).
El walkman de Sony, fue lanzado por primera vez en 1979 y aunque prometía en su nombre de pila estar hecho para que el hombre caminara, la tecnología terminó convirtiéndose en una tecnología para ausentarse y desaparecer; justo como lo hacía mi amigo Punk en las clases de trigonometría. Y aunque tal efecto de magia parece apetecible, sin duda su abuso y exceso ha causado un daño progresivo en la conformación de las relaciones sociales y humanas. Y es que el truco parece funcionar al revés, no es el personaje conectado a los audífonos quien desaparece, sino los otros, quienes lo rodean, son quien se convierten en simples y borrosos espectros. Imposibilitando de esta forma que seamos capaces de considerar que existe alguien más allá de nosotros y de nuestros intereses, impidiéndonos así enterarnos y responsabilizarnos del porvenir de nuestra contradictoria especie.
@CamiloFidel