Bastaron unos pocos días en Estambul para notarlo. La imagen del mismo hombre de mirada profunda y azul; de rasgos legendarios y convencidos (algunas veces vestido de militar y otras de civil) se reproducía por toda la ciudad en retratos colgados en los restaurantes, afiches pegados en las ventanas de los edificios y en extensos pasacalles testigos de un tráfico frenético de vehículos y personas. También, en los tumultuosos y exuberantes mercados, donde se citan con indiscreción el petrificado pasado otomano y el dudoso futuro taiwanés, era posible comprar imanes, separadores de libros, tazas breves de café y camisetas con la silueta de este hombre, esbelto y erguido. Mustafá Kemal Atatürk. Atatürk, el fundador de la Turquía moderna, es venerado por muchos y muchas, quienes depositan su confianza y sus afectos en la figura de un hombre que incrustaría el siglo XX en la milenaria tierra de los sultanes, los mosaicos coloridos y las conversiones religiosas de emperadores paganos.
Intrigado por las casi interminables apariciones de este personaje, conversé con varios jóvenes turcos sobre la figura -ya mítica- de Atatürk (quien murió hace más de 80 años). Con algo de sorpresa -dado este mundo cada vez más inmediato y más pesimista- me enteré de sus condiciones -para la mayoría- heroicas y progresistas. Un hombre que superó a su tiempo. Pero sobre todo confirmé las expectativas cifradas, de las nuevas generaciones, en el resurgimiento de sus ideas y sus motivos. Antes de mi partida, la generosa y elocuente Deniz, al notar mi interés por Atatürk, me regaló un libro que relata la vida del líder turco, nacido en Macedonia, y que busca romper con ciertas exageraciones innecesarias sobre su vida. Apenas empecé a leerlo.
Lo que demuestra el caso de Atatürk, es la importancia de la figura del héroe verdadero -o del heroísmo colectivo en abstracto, por supuesto- en la consolidación de los pactos ciudadanos fundamentales en cualquier sociedad. En otras palabras, sus acuerdos sobre el porvenir. (Sobra subrayar que la condición natural del héroe -el individual y el gregario- es su capacidad de sacrificarse por el bien común, incluso a pesar de su bienestar). Indudablemente, en la historia abundan los falsos héroes que disfrazaron de altruismo sus tendencias megalomaníacas. Podría decirse que hay un héroe falso en la punta de la lengua de cualquier país. Por ejemplo, en Latinoamérica el caudillismo -el más falsario de los heroísmos- parece un juego de mesa popular con versiones locales y adaptadas.
La imagen de un héroe (y el heroísmo)
tiene tras de sí un sentido emocional irreemplazable:
la esperanza de todos
Hilando más delgado, podría también afirmarse que la imagen de un héroe (y el heroísmo) tiene tras de sí un sentido emocional irreemplazable: la esperanza de todos. El atributo máximo del hombre como ser racional y tribal, es su capacidad de proyectarse en el tiempo y así dilucidar una estrategia existencial: su proyecto de vida y el de los suyos. No se trata de un optimismo ingenuo a secas, más bien, es la puesta en práctica de la experiencia y el aprendizaje de cara a cumplir la resbalosa meta de tratar de controlar lo que nos rodea.
Incluso podría afirmarse que una alternativa de organización social, como es la democracia, depende -y no por poco- de la esperanza. En efecto, acordar que todos los ciudadanos, en condiciones de igualdad, puedan escoger a sus gobernantes implica que -de antemano- confiamos en el otro y tenemos la expectativa de que vote a conciencia. No existe democracia en la desconfianza y el pesimismo; basta dar una mirada al mundo para confirmar este argumento.
Un mundo sin héroes y heroísmos es entonces un mundo sin esperanza y por lo tanto, un mundo en el que democracia carecería de sentido. Una posibilidad que amenaza cada vez más y con más violencia y, al mismo tiempo, satisface los intereses de todos esos que viven del malestar de los hombres. Los verdaderos villanos.
