Gime, bandoneón, grave y rezongón en la nocturna verbena. En mi corazón tu gangoso son hace más honda mi pena (Enrique Cadícamo).
Hay un lapsus en un intermedio de Nostalgia, salmodia fúnebre de Juan Carlos Cobián. El joven director venezolano Carlos Izcaray baja la batuta y sólo se escucha el aliento de los músicos. El maestro Rodolfo Mederos, en la pausa, inclina su testa plateada sobre el fuelle, cierra sus ojos y sólo Dios sabe que hondos pensamientos lo raptan.
Así, en esa actitud reverencial con el instrumento y la melodía que lo acompañan desde niño, recordamos al consagrado ejecutor del bandoneón en sus contadas visitas a Colombia, con la Sinfónica de Colombia en 2012, y con el cuarteto de cuerdas de la Filarmónica, la última vez, en septiembre de 2017, en el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional, en el marco del VI Festival de Música Sacra, frente a un público en su mayoría joven que horas atrás había colmado las filas de ingreso para verlo.
Con la Orquesta Sinfónica recuerdo su Noche porteña, que derivó en un álbum balsámico, de largo aliento por las veredas del terruño que lo vio nacer, con ese irrepetible dejo prolongado que Mederos registra en el fuelle, en sus bajos profundos como su melancolía, de estertores taquicárdicos y sobrecogedores. Y, en el León de Greiff, el estreno mundial de Sal (Milonga de la crucifixión) y Azúcar (Candombe de la resurrección), para cuarteto de cuerdas y bandoneón. El auditorio enloquecido. Traigo a colación sus palabras conmovedoras ante la cerrada ovación: “Es lo único que nos redime de este mundo que se está cayendo a pedazos”.
Luego de más de dos horas ininterrumpidas de concierto, el público no permitió que se fuera y clamoroso palmoteó otra tanda. Mederos, magnánimo, la concedió con el respaldo de las cuerdas de sus concertinas del Cuarteto Q-Arte que lo aclamaban con sus arcos: Luz Ángela García (violín), Sandra Arango (viola), Juan Carlos Higuita (violín), Diego García (violonchelo). La ñapa corrió por cuenta de La milonga del ángel, de Astor Piazzolla, y la conmoción colectiva crepitó en lo más alto del recinto.
Al final, otra vez el silencio. Mederos reclinó la mejilla derecha sobre aquella caja que abriga el universo al que ha vivido aferrado desde la infancia, cuando su padre le regaló su primer instrumento, y años después, cuando se lo robaron en Nueva York, y Astor Piazzolla, tutor de su brillante carrera —que lo hizo desistir de la facultad de Biología para que se entregara a la música—, llenó ese vacío con otro de su pertenencia.
Rodolfo Mederos, como sucede con la mayoría de los genios musicales, los del barroco, el romanticismo, tiene una impronta en su carácter que algunos podrían asociar con el escepticismo, o con esa bonhomía de los que ya están realizados.
Pero es sólo un parecer. Menos se lo crean por el hecho de ser argentino. Porque si hay un argentino atípico es él: para nada presumido, no habla de esa otra religión de los gauchos después del catolicismo llamada fútbol; no conoce La Bombonera, menos ha lucido una camiseta de Boca o de River; se queda mudo cuando le hablan de política, y cuando el cronista le hizo alusión de Francisco, el papa, frunció el ceño y se limitó a decir: “colaboró con la dictadura. Persiguió a los curas palatinos”. Pare de contar.
Total, el único credo con el que Mederos comulga es el santoral de la música. Y en el bandoneón es en la actualidad el sumo sacerdote. A la par del músico, del intérprete, del compositor, está el filósofo, porque se termina siendo un esteta cuando se alcanza el punto alto que él ha puesto en el firmamento del tango.
Maestro, le pregunto: si Enrique Santos Discépolo tiene del tango una frase memorable como la “un sentimiento triste que se baila”, ¿qué puede decir del género uno de sus grandes exponentes, como lo es usted?
“Está muy bien lo que dijo Discépolo, pero yo creo que ese sentimiento triste que se baila, ya no se baila y ya no se escucha...”.
¿Por qué lo dice, maestro?
“Porque el mundo lo ha querido así. Esa es mi interpretación: el mundo, tal cual es hoy, viene arrasando con las culturas regionales. Por culpa de la depredadora globalización que viene convirtiendo el planeta en un grotesco shopping. Por eso hay más ruido que música. Y aquí se cumple la máxima del escultor Auguste Rodin: ‘Al hombre contemporáneo no le importa lo bello sino lo útil’”.
¿Pero no cree que ante esta catástrofe consumista y mediática, el tango, por lo menos el tango, viene a ser un bálsamo, por eso del poder terapéutico de la música?
“Puede ser, no te lo voy a contradecir, porque el tango expresa la concepción del mundo. Pero el tango es un dinosaurio. Yo puedo ser en este momento un paleontólogo del género. La gente, amigo, no entiende el tango, no lo necesita. Ya nadie escribe tango. Pertenece al pasado. Pervive como las grandes ruinas de la humanidad, el Partenón, la Acrópolis. Ingenuamente la gente dice que el tango está vivo y que hay que rescatarlo”.
Pero usted es un testimonio vivo. ¿Por qué no se lo acredita?
“Es que el tango no solo es el tango sino la tanguedia, que es una praxis de entender el mundo y la vida, con todo lo bueno y lo malo: es el tanguero en su forma de entender y accionar. Un músico puede ejecutar el tango pero eso no quiere decir que sea tanguero. Las notas no son más que excusas. Ahora, el tanguero necesariamente es músico”.
¿Usted es académico?
“Soy empírico, pero me academicé por mi cuenta. Cuento con un alto sentido de investigación y curiosidad. Creo que los maestros no enseñan, uno aprende. Me he pasado los setenta y cuatro de los setenta y nueve años que tengo estudiando, escudriñando, experimentando”.
¿Y qué se puede aprender más después de todo lo aprendido?
“Nunca se acaba por aprender. Eso piensa uno, que ya lo sabe. Pero no es así. Hay que recomenzar. Por ejemplo, en esta etapa me ha dado por volver a interpretar los antiguos tangos, los de 1900. Sólo que ahora los toco con menos notas”.
¿Cómo es eso...?
“Es decir, con lo indispensable. Eso se lo aprendí al gran Osvaldo Pugliese, mi maestro. Yo escribía muchas notas, él borraba y para mí eso me dolía como debe doler una amputación. Con el paso del tiempo comprobé que tenía razón”.
¿Por encima de lo matemático de la música?
“Por supuesto: es cuando te encuentras con el estado químico de la pureza. Es lo bonito de emprender el vuelo y extraviarse”.
¿Sobra preguntarle, maestro, cómo es su relación con el bandoneón?
“Es uno mismo, pero en la piel de otro”.
Como el título de una de las melodías de sus afectos, El hombre que sueña, podría afirmarse que hay mucho de sagrado en él.
(La programación del Festival Tango al Mayor, entre el 25 y el 27 de julio, incluye noche de bailarines, noche de bandoneones, para rematar con el concierto de Rodolfo Mederos, acompañado de su trío).