Yo voy al cine con la ilusión de un niño pequeño que se sienta en las rodillas de un gigante a escuchar una historia. Para poder disfrutar aún más el relato, me gusta que el gigante sepa describirme los personajes, sus angustias, sus dudas y sentimientos. Si no tienen nada de eso, por lo general, suelo bajarme de sus rodillas y busco un rinconcito negro y cochambroso en donde echar una siesta. Para mí todo personaje que no tenga una motivación real es como un títere y nunca me han gustado las marionetas.
Y eso es lo que representa cada película de Wes Anderson: un inmenso y colorido escenario en donde los títeres son movidos por un niño genial y frío que desprecia las emociones. Sí, todo es muy bonito, la simetría de los escenarios y la obsesión del cineasta por hacernos sentir presos en un cuadro, pero es una lástima que su genialidad no le permita expresar sus sentimientos.
Muchos amigos me dicen que el Hotel Budapest es un canto a la nostalgia, una evocación preciosista de los años en que Europa creyó, ingenuamente, que la guerra era sólo un mal recuerdo y que de ahora en adelante viviría regida por los cánones de la civilización. Y entonces en Sarajevo matan a un archiduque y estalla súbitamente, justo hace un siglo, la era de las masacres. Para afianzar esa pretendida nostalgia, Anderson, el cineasta menos literario que hayamos conocido, nos dice al final que su película está basada en los relatos de Stefan Zweig, el escritor austriaco que al ver como su patria era violada por los nazis se exilia en Brasil y se pega un tiro en 1942 al creer, después del rápido avance de las tropas de Hitler por el territorio soviético, que el mundo sería una inmensa esvástica.
Sí, es doloroso comprobar que los militares han dejado de ser atentos y aristócratas señoritos para convertirse en hombretones gruesos y rudos, que llevan trajes negros y su rostro amenazante está perpetuamente tiznado de hollín. Matarifes que no dudan en usar la fuerza para hacer entrar en razón. La intelligentsia ha dado un paso al costado y ahora Europa es de los bárbaros fascistas, de tipos como el príncipe Dimitri que pueden ser capaces de matar hasta a su propia madre con tal de quedarse con un Van Hoyt. La civilización, encarnada en los modales serviles del gerente de un hotel experto en resucitar los orgasmos a sus numerosas y octogenarias amantes, debe darle paso definitivamente a la modernidad.
El Hotel Budapest es justamente eso: el cadáver insepulto de una época en donde todavía se creía que la virtud residía en los versos, en esos poemas interruptus que leía el servicio antes de almorzar en sus oscuras y húmedas catacumbas. Todo eso lo entendemos, claro que sí, pero tal vez yo pertenezco a una época en la que no importaba tanto la forma sino los sentimientos que irradiaba una pantalla de cine y en donde definitivamente no era tan importante demostrar a través del celuloide que uno puede llegar a ser un genio incomprendido y frío.
Y los seguidores se paran en los asientos y baten las palmas y se creen muy hipsters porque les gusta Wes Anderson “Y alguna vez ya no iremos al museo sino que los cuadros estarán metidos dentro de la misma película, no habrá ya historia, no habrá emoción” dicen alborozados cuatro muchachitos con bolso Wayuu terciado, boina y perilla. Cada uno de ellos lleva una pipa sin tabaco, por aquello de que fumar esa planta es perjudicial para la salud.
Salgo de la sala de cine en medio de los bostezos, el sueño y por supuesto la evocación: ¡qué tiempos aquellos en donde los genios podían preocuparse por la forma sin abandonar la historia! ¡eran capaces de retratar los sueños sin soltar a los personajes y tenían estilo aunque no eran autorreferenciales! Porque Wes Anderson ha dejado de tener un estilo para caer en la solemnidad de la estatua, cine sólo para satisfacer a los pseudos que lo siguen en legiones, cine incoloro y frígido.
Hoy en día si quieres parecer inteligente debes decir que eres ateo, comunista, indigenista, vegetariano, antisemita y que te fascina el cine de Wes Anderson. No pierdas el tiempo leyendo y viendo las películas de Fellini y Tarkovski porque la verdad la tiene el muchacho texano, el loquillo que por no querer pintar, hace cuadros que se mueven.
La exigua crítica nacional lo alaba con fanatismo. Su refinamiento y esnobismo los obliga a caer en esa unanimidad. Eso sí, las comedias marihuaneras y revolucionarias de Seth Rogen han sido miradas como rezagos de los reaccionarios años 80. ¿Cuándo se publicará un ensayo sobre Breaking bad, Game of Thrones o House of cards? Bastarán unos cuantos años, los mismos que necesitan nuestros comentaristas de cine para salir del asombro en que los ha sumido estos museos parlanchines en los que se han convertido las películas de Wes Anderson.