El horrible primer capítulo de Game Of Thrones

El horrible primer capítulo de Game Of Thrones

Para el crítico Diego Lerer la historia no levanta cabeza desde hace dos temporadas y cada vez se parece más a una serie cualquiera de televisión

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julio 17, 2017
El horrible primer capítulo de Game Of Thrones

Tardé tres años –y varios intentos fallidos– antes de empezar a ver con consistencia GAME OF THRONES. A “engancharme”, digamos. Mi problema fue, seguramente, el mismo de muchos que no habían leído los libros previamente. El universo que planteaba la serie era tan vasto y complejo, tan inexpugnable, tan lleno de personajes, clanes, ciudades y familias que incorporar toda esa información parecía una tarea ciclópea. Pero los ambiguos y hasta inquietantes personajes creados por George R.R. Martin invitaban a seguirlos. Pronto la apuesta empezó a dar resultados: más allá de algunos problemas estructurales que dejaban en evidencia la deuda de los creadores de la serie con los libros, GAME OF THRONES se revelaba como un drama casi shakespeareano acerca de la lucha por el poder entre varias familias, con un marco de fantasía que le agregaba un intrigante condimento extra. Podía ser ardua de seguir y uno fácilmente se perdía en su centenar de personajes y nombres de lugares, pero esa complejidad le dabe un carácter casi más realista, inmersivo. Uno estaba ahí, viviendo la situación in situ, no se la estaban explicando a distancia.

En el momento en que se acabaron las novelas de Martin –si bien hubo muchas diferencias entre los libros y la serie en las primeras cinco temporadas, a partir de la sexta los showrunners se manejan ya en un territorio “original”, sin más palabra escrita en la que apoyarse, salvo lo que Martin pueda agregar desde su probable rol como consultor–, GAME OF THRONES empezó a jugar otro juego. El de las primeras cinco temporadas podía ser en extremo ambicioso y confuso, pero era sorprendente e inesperado (como literatura o TV). Y se caracterizaba, particularmente, por no ceder ni a las demandas de los nuevos espectadores (los que no habían leído los libros) ni de la crítica cultural que se fastidiaba por la habitual incorrección política de la serie. Era un mundo bastante horrible, donde personajes sin una brújula moral demasiado clara a veces cometían actos desagradables y otras, la mayoría, eran víctimas de ellos. Era una suerte de “vale todo” –ético, geográfico, narrativo– en el que a una escena furtiva y violenta le podía seguir quince minutos con dos personajes caminando y conversando en medio de algunas de las tantas ciudades y reinos de Westeros.

Desde la sexta temporada –y la séptima comienza de igual manera– da la impresión que David Benioff y D.B. Weiss han empezado a armar la serie “a pedido”. ¿Es confusa? Aclaremos todo una y otra vez para que hasta el más distraído entienda quién es quién y dónde está parado, y hagamos que sean los propios personajes los que lo expliquen. ¿Es moralmente ambigua? Dejemos más en claro quienes son muy buenos o tirando a buenos y cuáles otros son malos o tirando a malos, algo que era imposible de distinguir, salvo mínimas excepciones, en el mundo de Martin. ¿Se nos acusa de sexistas o misóginos? Transformemos la serie en un canto al “Girl Power”, poniendo escenas como la de Arya que abre la temporada vengando en diez segundos la “Red Wedding”, discursos como los de Lady Mormont (“no me voy a quedar tejiendo mientras ustedes pelean una guerra” o algo así) y convirtiendo a dos de las principales protagonistas (Daenerys y Cersei) en antagonistas no sólo bélicas sino morales. ¿Se dice que es una serie lenta en la que pasan pocas cosas? Pongamos la carne al asador de entrada, todo el tiempo.

Ya en la sexta temporada, pero más aún en este arranque, GAME OF THRONES se ha vuelto una página Wikipedia de sí misma. Ya no es tanto una serie sino una explicación de una serie. Los personajes se cuentan lo que pasa unos a otros cuando es obvio que todos lo saben y que el único destinatario de esa información/exposición es el espectador. Se nos muestran mapas una y otra vez cuando ya ni siquiera quedan un cuarto de los personajes de las primeras temporadas y es bastante legible dónde están y qué quiere cada uno. Cada escena tiene un objetivo narrativo y de desarrollo de personajes claro y evidente, de manual de guión, y no hay espacio para la confusión ni la ambigüedad ni la libertad. Todo se dice, se aclara, se mapea y se repite. Ya no hace falta teorizar en internet: los creadores dejan todo tan claro que no hay misterios que resolver más que saber si va a ir un poco más para acá o para allá. Y punto. Seguramente tendrán un par de sorpresas escondidas bajo la manga, pero hasta eso se siente excesivamente estudiado.

Tal vez lo más molesto, al menos para mí, es la necesidad imperiosa de Weiss y Benioff de satisfacer a la audiencia, como si hubieran leído todas las teorías y deseos de la gente y se decidieran a cumplirlos, en lugar de jugar su propio  juego. GAME OF THRONES se siente hoy más como un “fan fiction” de la serie (para los que no conocen el término, se llama así a las historias escritas por los fans de famosas sagas –literarias, televisivas o cinematográficas– cuando estas se terminan o abandonan, o para cubrir baches entre una y otra entrega), armada con todos los elementos que los fanáticos más reduccionistas de la serie quieren. Por ejemplo, una más clara división entre héroes y villanos en la que, en la medida de lo posible, los primeros den a los segundos su merecido. Eso era algo que raramente pasaba en GOT –Martin fue siempre un especialista en frustrar los deseos de los fans y eso, irónicamente, es lo que hizo poderosa a su creación–, pero desde que no hay libros esa malicia desapareció. Hoy es lo opuesto: lo pedís, lo tenés. Te molesta, lo sacamos.

El universo es tan fuerte, de todos modos, y los personajes se han vuelto tan cercanos, que es imposible quitarle a la serie los ojos de encima, por más fastidio que causen algunas de sus decisiones (¿Cersei explicándole a su propio hermano que han muerto sus hijos y mostrándole dónde están sus enemigos en un mapa? ¿Clegane teniendo visiones en un fueguito y dando un discurso sobre el sentido de los poderes de Dondarrion? ¿Ed fucking Sheeran cantando algo que él mismo anuncia como “una nueva canción?), uno quiere a esta altura saber cuál será el destino final de los personajes, pero se añora ese gris oscuro que la serie manejaba años atrás, ese territorio perverso y confuso en el que, como en cualquier guerra, la gente hacia cosas horribles por causas que suponían justas solo para darse cuenta poco después lo equivocados que estaban.

El GAME OF THRONES de hoy es más popcorn que nunca. Elegante, épico, refinado y bien producido, pero cada vez más cercano a la comida chatarra. Un poco como ha sucedido con casi todo el mercado televisivo –salvo David Lynch, que con TWIN PEAKS deja en claro que todo esto le importa un comino–, la época dorada de las series de televisión va dando paso, cada vez más rápidamente y con una consistencia de negocio tipo cancha de paddle (o parripollo, o cervecería artesanal, o pónganle la innovación vuelta masiva y previsible que quieran) a un ejército de productos bien armados y lustraditos, pero que no tienen la frescura ni el riesgo de antaño, de esa década maravillosa que va desde que Tony Soprano ahorcaba a un viejo enemigo con sus propias manos hasta que Walter White dejaba morir a la novia de Jesse en lugar de salvarla. Fueron cosas como esas –los grises, la ambigüedad moral, la sorpresa– y no el lustre de la superproducción o la “cinematográfica factura técnica” lo que salvó a la TV de su propio agujero negro. Agujero al que –mercadotecnia y fan service mediante– está volviendo a entrar. Y ni GAME OF THRONES, que es una serie lo suficientemente exitosa y establecida como para necesitar esos atajos, lo puede evitar.

  1. Esta reseña del episodio inaugural será la única que haré hasta el final de la temporada. Es una excepción, solo inspirada en una serie de ideas y fastidios que me produjo el capítulo y que no pude evitar volcar aquí.

*Tomado de Micropsia, un blog de Diego Lerer

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