Por los próximos dos meses en la sala abierta hacia la calle Cundinamarca, el Museo de Antioquia exhibe para peatones y visitantes la obra Horizontes de Francisco Antonio Cano. Detrás de una pared azul, azul como la falda de ella, es posible mirar este cuadro que ha sido reverenciado por el alma popular como una imagen, de las más queridas, del álbum familiar de todos los que tienen entre sus ancestros campesinos la historia de una familia que se cultivó a la par de la tierra, y que también tuvo que dejarla para ir hacia otros lares.
La Consentida es el nombre que lleva esta programa que busca realizar curadurías alrededor de obras de la colección del Museo que interpelan momentos de interés para la ciudad y el país. El sábado pasado, como para reforzar la idea, mientras esta investigación sobre Horizontes se abría al público, en la fachada de Carabobo un movimiento enardecido pedía firmas contra el proceso de paz. No podría ser más precisa la pregunta enunciada en 1913 y ahora revisitada sobre la familia y el progreso, sobre todo bajo el desorden de un parlante enfurecido.
La Plaza Botero, a diferencia de la montaña limpia, es escenario de una escena familiar. Allí madres e hijos, ancianos y adultos, desempleados, y transeúntes, se sientan en el quicio de la vereda a señalar otros horizontes. Una calma espesa inunda el espacio. Los descendientes de la epopeya de Cano, hoy concentran la mirada en otros paisajes. Señalan, pero ya no la distancia.
En el Museo, en el espacio de La Consentida, al dar la vuelta a la pared, otros dos horizontes pintados también por artistas antioqueños se hacen presentes para oponer al ideal, una visión de la realidad y una respuesta al progreso que hace 102 años que Cano quiso reverenciar. Carlos Uribe y Jorge Alonso Zapata, uno al frente del otro muestran, por un lado, a la misma familia tradicional pero esta vez el hombre parece indicar la mirada hacia la avioneta de fumigación de un campo de coca o amapola; y otro horizonte, con más retaguardia que mirada amplia, muestra a una familia de desplazados sentada para darle la espalda al caos de movilidad, basura y delincuencia que los circunda; el padre señala, pero no sabemos a qué, la imagen termina el dedo, que otra vez simula el gesto de Dios en la Capilla Sixtina y que Cano quiso traer este Horizontes que se ha repetido en distintos momentos del arte local.
Francisco Antonio ya lo sabía o lo intuía. La idea de un futuro promisorio no era tan fácil. Esta obra, pintada en el momento más alto de su carrera, viviendo en Bogotá, bajo la protección del presidente Carlos E. Restrepo y luego de haber regresado de sus estudios de Europa, correspondió a un momento histórico en la vida de Antioquia pues se dice que fue una obra encargada para conmemorar el primer centenario de independencia de este Departamento, y que también fue rifada por el mismo mecenas arriba mencionado y que luego de dos intentos la obra definitivamente quedó bajo su propiedad, hasta que sus descendientes decidieron donarla al Museo de Antioquia para así darle un lugar privilegiado en el reconocimiento de la identidad local.
Cano en diversos escritos y declaraciones deja entrever una mirada desencantada sobre el arte y el país. A la pregunta, de que porqué no vivía en Medellín, respondió: “Para trabajar allí hay necesidad de un mayor ambiente intelectual. Allí se preocupa más la gente del comercio, por lo útil”. Como testigo de la dura vida que llevaba un artista tanto por su cercanía familiar con Melitón Rodríguez como por ver los vericuetos que debía vivir Angel María Palomino, quien también le dio clases y de quien decía: “Existía por aquel tiempo (1880-1990), aquí en Medellín, un pintor cuya especialidad eran los retratos; se apellidaba Palomino. Suya era una tarifa muy original, que encerraba mucha gracia y mucha filosofía, y era la siguiente: Sin parecerse, por $5.00; con aire de familia, por $8.00; igualito igualito, por $10.00.” También, son célebres los avisos de prensa del propio Francisco Antonio en donde ofrecía cuadros en rifa, menor valor para lápidas, iluminar fotografías, y hasta se vio en la necesidad de hipotecar un lote para poder hacer la estatua de Girardot.
En abril de 1935, Eladio Vélez escribió una adolorida crónica para El Colombiano. Triste y desengañado por ver a su maestro en la ruina, y al mismo tiempo convocado a honores y medallas, decía: “Mañana por orden de la Academia un señor gordo y de gafas hará el elogio del maestro, el gobierno lo declarará hijo benemérito de la patria, le decretará una retreta y los periódicos le dirán cosas y publicarán su retrato, y a todas estas miserias es lo que han dado en llamar la gloria. Ironías de la vida . Si esa es la gloria, que no venga nunca”.
Cien años después de haber pintado Horizontes, el cuadro es un mito. Un sitio de visita para aquellos que vuelven a su cultura, cobijados por el ideal. Por eso resulta tan cierto lo que una vez dijo Picasso. “Todos sabemos que el arte no es realidad. El arte es una mentira que nos hace darnos cuenta de la realidad, al menos de la realidad que somos capaces de comprender”.