Horace Engdahl, el hombre que decide el Premio Nobel

Horace Engdahl, el hombre que decide el Premio Nobel

Entrevista con el secretario perpetuo de la Academia Sueca

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noviembre 01, 2013
Horace Engdahl, el hombre que decide el Premio Nobel

Horace Engdahl tiene aspecto de dandy cincuentón, aunque le falta poco, muy poco, para cumplir los 60. No se le nota nada en las fotos, pero es alto, muy alto y, cuando atraviesa el bullicioso mercadillo navideño de la Stortorget (plaza grande, en sueco) de Estocolmo, canturrea y desplaza su cuerpo de manera llamativa, moviéndolo hacia la derecha y hacia la izquierda, como si cada paso que da reprimiera súbitamente el inicio de un baile. Chispeante y vital, no desentonaría en una cena con Oscar Wilde o en las justas verbales que se lanzaban en los salones versallescos. Una vez superados los tenderetes de artesanos con sus abetos, gnomos y alces de peluche, evita la puerta principal del edificio de la Bolsa -sede de la Academia Sueca- y entra por un lateral. Desde hace nueve años, es el secretario perpetuo de la institución que otorga los premios Nobel, una de las personas más jóvenes que han ocupado jamás dicho cargo. Es el hombre con más poder literario del mundo, la persona clave en la elección colectiva del ganador. Escritores de los cinco continentes matarían por ser sus amigos.

A través de la ventana de su amplio despacho, se divisan las fachadas coloreadas de las casas del barrio de Gamla Stan, la ciudad vieja. Engdahl nos presenta a los bustos de sus predecesores (como Carl David de Wirsén, 1842-1912) y, tras dejar caer en una esquina la mochila con el ordenador portátil, se dispone a hacernos de guía por “la casa”. Primero, la sala de deliberaciones, donde se reúnen los académicos para defender y atacar a los candidatos en unos debates dirigidos por su batuta. La estancia tiene aromas antiguos, molduras doradas y esculturas de cristal. “¡Ah, si Gustavo III hablase”, apunta el secretario perpetuo, refiriéndose cariñosamente al busto del monarca que preside el lugar.

-Esperen, que enciendo la luz...

Ha entrado un caballero espigado, de 78 años, con un manojo de llaves en la mano. Es el poeta Kjell Espmark, académico desde 1981 y autor de El premio Nobel de literatura, libro recién publicado en España por Nórdica, donde realiza jugosas confidencias. Unas lujosas lámparas de araña se iluminan, y Engdahl, con la mirada fija en la alargada mesa de deliberaciones, parece evocar algunas discusiones allí celebradas: “Lo más duro para algunos es cuando se dan cuenta de que la mayoría no va a aprobar sus tesis. Entonces sienten una profunda amargura, como yo mismo la sentí en alguna ocasión. Me empleo mucho en que los miembros sepan tomar distancia respecto a las propias preferencias y dedico muchas horas a que todos se identifiquen con la decisión final, a que, tras unas cuantas semanas de discusiones, uno ya no recuerde muy bien cuál era su candidato inicial. También soy muy estricto en el secreto: hago forrar los libros que leen los académicos, para que nadie vea los títulos, y nos referimos siempre a los candidatos con nombres en clave. ¿Un ejemplo? Bueno, Harold Pinter era Harry Potter...” Los archivos secretos que recogen todas las deliberaciones sólo se desclasifican cincuenta años después.

Las dependencias de la planta baja acogen el Museo Nobel, que Engdahl no nos enseña porque lo considera “un huésped molesto” que espera expulsar del edificio en un plazo de diez años. Nos muestra, a cambio, la imponente sala de gala, donde cada académico tiene asignada una especie de butaca-trono –muebles que no han cambiado desde el siglo XVIII- y donde una pequeña tarima con tapices con los símbolos de la monarquía indican el lugar de honor, reservado a la familia real. “Parece un sitio para que jueguen los niños, ¿verdad? Pues cada 20 de diciembre festejamos aquí el aniversario de la Academia. Acuden los obispos, los altos funcionarios del estado y los miembros del gobierno, que llegan en cortejo, de dos en dos, en una ceremonia que se celebra exactamente igual que en 1786. Es un pastiche rococó en el que nosotros somos los comediantes del rey, ¡sólo nos falta llevar jubones, pelucas y calzas!”.

Recorremos luego la alfombra roja del pasillo, con los laureles del Nobel estampados en ella. La imponente biblioteca luce, en sus estantes, libros de varios galardonados y de otros que un día podrían serlo, así como gruesos tratados de economía. En general, todo en esta academia resulta muy pequeño y doméstico, en comparación con la solemnidad y grandeza que respiran los pasillos de la RAE o la Académie Française. Engdahl argumenta que “somos un pequeño grupo de gente, 18 personas, frente a los 44 de la RAE, por ejemplo, o a una Académie Française donde hay incluso ex presidentes como Giscard d’Estaing. Nosotros somos 18 pero si examina nuestros currículos verá que todos están verdaderamente a gran altura en cuanto a literatura contemporánea. Eso basta. Para el resto de premios (Física, Química, Medicina, Paz y Economía), hay otros comités de expertos”.

Un día, la mujer de Engdahl –cuando a él no le gustaba leer novelas- le dio un libro y le dijo: “Léete esto, es importante para nuestra relación”. Era “El quinto hijo”, de Doris Lessing. “Fue un shock para mí: comprendí el poder de la ficción gracias a aquella alegoría del otro, aquel ‘monstruo’ me tocó muy hondo…”. Lessing ganó el Nobel en el 2007. - Horace Engdahl, el hombre que decide el Premio Nobel

Un día, la mujer de Engdahl –cuando a él no le gustaba leer novelas- le dio un libro y le dijo: “Léete esto, es importante para nuestra relación”. Era “El quinto hijo”, de Doris Lessing. “Fue un shock para mí: comprendí el poder de la ficción gracias a aquella alegoría del otro, aquel ‘monstruo’ me tocó muy hondo…”. Lessing ganó el Nobel en el 2007.

Pocas cosas hay más polémicas que un premio Nobel. Como sucede con la selección nacional de fútbol, cada lector del mundo tiene sus criterios. ¿Por qué no se le dio nunca a Tolstói ni a Kafka? ¿Qué pasa hoy con Miguel Delibes, Mario Vargas Llosa, Thomas Pynchon o Amos Oz? “Todo depende –responde Engdahl- de cómo se haya interpretado en cada época histórica el testamento del fundador de los premios, Alfred Nobel, que data de 1895”. El señor Nobel pidió recompensar a aquellos que “hayan llevado a cabo el mayor servicio a la humanidad” y, en concreto, en el apartado literario, que se tratara de alguien que “haya producido lo mejor en sentido ideal”, un concepto subjetivo. Engdahl explica que “hay años en que se ha valorado la innovación que han supuesto los autores, como con Elfriede Jelinek (2004), pero luego se ha visto que tal vez con este criterio se estaba siendo injusto con grandes escritores ‘clásicos’, como Nadine Gordimer o Doris Lessing, que han hecho un gran servicio a la humanidad y sacado a la luz realidades ignoradas”.

¿Cómo trabaja el jurado? “Muy seriamente. De la primera lista de 15 autores, con el tiempo, el 30% acabarán llevándose el premio. De ahí sale otra lista con tan sólo cinco nombres. Si un autor repite varios años en la final de cinco, es muy posible que al final le toque. Tenemos la norma de nunca premiar a alguien que llega a esa final por primera vez, por seguridad”.

¿Cómo hacen para valorar a los autores de lenguas extrañas o minoritarias? “Es más difícil. Para ocuparnos de un escritor que no ha sido traducido al sueco, inglés, francés, alemán, español, italiano o ruso, pedimos a profesores que nos busquen información y en algún caso hemos incluso encargado traducciones restringidas, sólo para nosotros, es decir, hemos hecho libros de 18 copias de tirada. Pero, al final, el mundo es tan grande y hay tantas literaturas que, lo admito, tenemos que fiarnos bastante del mercado internacional: si un autor, sea catalán, gallego o coreano, se expande por todo el mundo y nos es recomendado por gente capacitada, le aseguro que lo estudiaremos. Pero la decisión o la valoración no puede depender jamás de ningún asesor externo, eso sería aberrante”.

En nuestro recorrido por el edificio, pasamos por un oscuro pasadizo y una destartalada escalera de caracol que nos conduce a un desván lleno de telarañas –“no haga fotos aquí, por favor”, ruega Engdahl- por el que se accede a una azotea desde la que se divisa todo el barrio de Gamla Stan. “¿Ven? –nos indica desde lo alto-. Yo tengo un pequeño estudio justo allí, donde escribo por las mañanas, y en aquella cafetería roja de la plaza es donde suelo leer”. Nos ha abierto paso por tan secretos caminos el valenciano Juan Iborra, discreto intendente de la institución y a buen seguro el español que más sabe de la trastienda del premio Nobel.

Los académicos también son humanos, y las peleas entre ellos han causado estragos. Hay 18 sillones, pero tres de ellos están vacíos. Uno por defunción -se ocupará a partir del 20 de diciembre- y otros dos por riñas internas. Los motivos de las peleas fueron, en 1989, no haber actuado a favor de Salman Rushdie (algunos querían concederle el premio), tras haber sufrido una fatua por “Versos satánicos”, y otro, en el 2004, en protesta por la concesión del galardón a la austriaca Elfriede Jelinek, de una originalidad demasiado radical para algunos. “Es triste pero, en realidad, el tema era lo de menos, Rushdie y Jelinek fueron la excusa para plantear una lucha de poder que jamás debió traspasar estos muros. Fue tan violento que, después de aquello, la rutina cotidiana se hizo imposible. Todos sabíamos que, tras aquellos insultos y descalificaciones, la ruptura era definitiva”. Precisamente, “para que no quepa duda de nuestra posición”, Engdahl ha organizado un acto solemne en la Academia donde Salman Rushdie y Roberto Saviano, dos escritores amenazados de muerte a causa de sus libros, tenían previsto hablar sobre libertad de expresión a finales de noviembre.

Con sus premios a Harold Pinter, Dario Fo o a la misma Jelinek, podría decirse que la única academia de la lengua en el mundo que no es conservadora es la sueca. Engdahl no se sorprende de semejante afirmación sino, al contrario, parece enorgullecerse: “Estoy seguro de ello –comenta sonriente-. Yo creo que la causa es el premio Nobel, que nos ha obligado a abrirnos a muchos campos y a contar con auténticos expertos y con ningún funcionario. En origen, nuestra academia nace de una creencia que tenía el rey: que hacía falta integrar a los aristócratas y a los intelectuales. Que los intelectuales tenían la misión de enseñar su pensamiento a los señores, y que estos a su vez tenían que enseñar a los intelectuales cómo vivir, y darles modales y elegancia”.

Además de los académicos suecos, ¿quién más puede proponer un nombre para el premio? “Las academias francesa y española, miembros de departamentos humanísticos de otras academias y similares, profesores de literatura y lengua de universidades, anteriores galardonados y presidentes de asociaciones de escritores”. Entonces, preguntamos, ¿qué pasa con todos los políticos, parlamentos, gobiernos, agentes literarios y editores que les envían nombres o incluso le vienen a ver para presionar en favor de un candidato? Engdahl se levanta de su asiento rococó. “Ah, ¿se refiere usted a quienes yo llamo ‘embajadores’, que vienen amablemente a rendirnos pleitesía durante todo el año? Le mostraré lo que hago: les recibo aquí, les hago entrar por esta puerta, pongo cara educada, les saludo –dice, con una amable reverencia- y les escucho sonrientemente antes de acompañarles a la salida. Le aseguro que nada de lo que dicen me ha afectado nunca”.

-En las etapas finales del proceso de decisión, ¿usted duerme bien?

-No. Desde mediados de septiembre hasta mediados de octubre, que es cuando decidimos, no duermo muy bien, no. Hay muchos riesgos: que las cosas no salgan bien, que el debate se vaya en la falsa dirección, hay que luchar, ser muy paciente, hablar con todo el mundo, saber exhibir sobre la mesa todos los recursos académicos de que uno dispone...

Las propuestas de candidatos al Nobel deben llegar antes del 1 de febrero. Cada año reciben unos 200 nombres, el comité deja solo 15 o 20 y a finales de mayo presenta su lista definitiva: cinco nombres. De mayo a septiembre, los académicos leen y releen a esos cinco finalistas y, en una reunión a mediados de septiembre, cada uno de los miembros del comité opta por un finalista y expone sus razones. Una semana después se abre el debate entre todos los académicos hasta que se ve mayoría para un candidato y se fija la votación final. - Horace Engdahl, el hombre que decide el Premio Nobel

Las propuestas de candidatos al Nobel deben llegar antes del 1 de febrero. Cada año reciben unos 200 nombres, el comité deja solo 15 o 20 y a finales de mayo presenta su lista definitiva: cinco nombres. De mayo a septiembre, los académicos leen y releen a esos cinco finalistas y, en una reunión a mediados de septiembre, cada uno de los miembros del comité opta por un finalista y expone sus razones. Una semana después se abre el debate entre todos los académicos hasta que se ve mayoría para un candidato y se fija la votación final.

Después de recibirnos, a Engdahl le esperaba una reunión con el comité de empresa de la Academia, que se reúne –aunque parezca un sacrilegio- en la misma mesa donde se decide el premio. “No es la parte más agradable de mi trabajo, pero va todo incluido”, afirma. Entre los momentos divertidos, cita el llamar a los laureados para comunicarles que han ganado el premio. “Lo hago siempre una media hora antes de anunciar el fallo, porque hay que evitar que la noticia se expanda. Hemos comprendido, por nuestra experiencia, que con media hora de antelación es suficiente”. La reacción más extraña que recuerda es la de V.S.Naipaul, quien “no se creyó que yo fuera realmente yo, y menos que le premiáramos, estaba convencido de que alguien le gastaba una broma y, por tanto, respondió de modo, digamos, fiero. Me dejó parado, realmente. Me tuve que poner yo duro para convencerle”. La alegría más sincera fue la del chino Gao Xingjian, “estaba tan emocionado y sorprendido que la noticia le dejó mudo, literalmente, no podía articular palabra. Además, a él le hicimos llegar la información de un modo cruel. Nos compinchamos con su traductor al sueco, que estaba trabajando en la traducción de su nuevo libro, y le hicimos llamar a Gao el día antes para pedirle que estuviera localizable al día siguiente a las 12.30 h porque había unos pasajes difíciles en su texto y quería consultarle ciertas cuestiones. Gao recibió la llamada, dejamos que el traductor le formulara sus preguntas y después le dijo: ‘Tengo aquí a un amigo que te quiere decir algo’. Y el amigo era yo, que le dije, con la solemnidad que requiere el caso: ‘Es un honor para mí comunicarle que la Academia Sueca ha decidido concederle el premio Nobel’. Sufrió un shock”.

Ya embalado, empieza a recordar anécdotas. “Elfriede Jelinek no vino a recoger el premio a Estocolmo, nos envió un vídeo de agradecimiento. Así que planeamos un viaje a Viena, donde vive, para entregárselo. Me llamó y me dijo: 'Horace, no podéis venir tantos, es que tengo miedo de la gente', porque, como es sabido, padece fobia social. ‘El número máximo de personas que podemos ser son cinco', me aclaró. Así que redujimos la expedición y organizamos una pequeña ceremonia en la residencia del embajador de Suecia en Viena, ante una mesa de mármol, solamente ella y su marido, dos académicos y el embajador, justo cinco, pero no habíamos contado… ¡con un equipo de televisión que alguien hizo venir! Me puse nervioso previendo una catástrofe, pero ella me tranquilizó: ‘Tranquilo, Horace, la prensa no cuenta’”.

Engdahl es también el encargado de mantener diversas sesiones con la familia real sueca para informarles de la obra y la personalidad de los premiados. “Con los otros secretarios de las diferentes especialidades, acudimos cada año al palacio real. La monarquía toma parte activa en las celebraciones, cena y departe con los laureados, convive con ellos, y hace falta que sepan quiénes son, lo que se destaca de ellos, se lo tienen que preparar: leerlos… El rey nos escucha, digamos, de una manera irónica, pero la reina y la princesa real se muestran muy interesadas, nos formulan preguntas, son muy receptivas a nuestro mensaje”.

Sobre la politización del premio, explica que “se nos acusa de ello a menudo, ultimamente con los casos de Gao, Pinter y Pamuk. Pero somos independientes, y en nuestros debates no hablamos más que de literatura. En los diez años que llevo aquí, la política es un tema tabú en nuestras deliberaciones, nunca  se ha utilizado ni a favor ni en contra de nadie. Pero, claro, hay unos límites, como el caso de Ezra Pound en los años 50, un hombre que había alabado a Hitler y Mussolini y aplaudido el exterminio de los judíos, se situaba él mismo en una posición tan infrahumana que hacía imposible que se le concediera un premio que tiene en sus bases el procurar ‘el mayor bien a la humanidad’. Sin embargo, en el caso de Borges, que elogió a Pinochet y Videla, “cuando se desclasifiquen los archivos, se sorprenderán al ver que lo básico en su  rechazo fueron argumentos literarios”. A Engdahl le duele especialmente la reacción de las autoridades chinas al premio concedido a Gao: “Fue muy dura, recuerdo un artículo muy ofensivo replicando mi argumentación en el ‘Diario del pueblo’, que yo no quise contestar porque con las decisiones del premio pasa como con los besos: no hay que pedir permiso antes ni disculpas después. Sólo señalo que los líderes de la superpotencia más poblada del mundo se sintieron amenazados por una persona que, sentada en una habitación de su piso de la ‘banlieu’ parisina, ennegrecía folios con signos de escritura. Es la más bella imagen del poder de la palabra que podamos imaginar”. Lo que le da pie a comentar que “los buenos escritores son temidos por el poder hasta que se mueren… y entonces los convierten en héroes”.

Engdahl, posteriormente a la concesión de esta entrevista en Estocolmo, ha causado polémica internacional por unas declaraciones a la agencia Associated Press en las que decía que EE.UU. no era el centro literario del mundo, un honor que mantenía Europa. Lo cierto es que, repasando la hemeroteca, se encuentran similares opiniones suyas a lo largo de los años. A distancia, Engdahl ha aclarado que “la polémica es absurda, una manipulación. Porque la Academia no puede hacer otra cosa que aplicar la voluntad testamentaria de Nobel: que en la concesión del premio no se preste la más mínima consideración a ningún tipo de pertenencia nacional. Hay literatura poderosa y subyugante en todas las grandes culturas, como la estadounidense, pero el centro literario del mundo, allá donde las diferentes tradiciones entran en contacto, es por lógica el lugar donde más se traduce, y en EE.UU. se traducen muy pocos libros extranjeros. Es en este sentido en el que digo que están aislados. Es patético sacar frases de contexto para provocar una polémica”.

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