¿Qué podría ser lo punk que se revela en un aula de clase, cuando se decide, claro está, dar una clase y pensar en lo punk, en un país que poco valor da a los procesos académicos? Es una locura. Es decir, lo que para otros y otras es, posiblemente, un inevitable lugar de paso o de pesadilla, según el resultado de malas jugadas académicas o laborales; otros lo consideramos un lugar imprescindible en la vida cotidiana. Fiel al punk, no trato aquí de crear una atmósfera de romanticismo en torno a la educación. No obstante, también muestro, entre otras tantas, una de mis contradicciones favoritas: creo hasta los huesos en ella como proyecto para despertar al punky que espera en silencio en algún rincón del cerebro.
Si alzamos un poco la mirada, es fácil reconocer a la escuela (desde el jardín, luego el colegio y finalmente la universidad) como uno de los escenarios con más alta dosis de romanticismo en sus procesos, lo cual alimenta este libelo políticamente incorrecto. Un lugar común dentro de la imaginería del país, es creer, sin hacer nada para sustentar esa creencia, que la escuela es la panacea. Se la considera como único lugar para hacer emerger las subjetividades, sin explicación alguna, adheridas a normas, un juicio social amenazante y un futuro en el que no están todas incluidas. Se espera que la escuela abra la zanja por la que ha de fluir el espíritu del ciudadano ejemplar. Se exhorta a que las y los profesores difundamos el paradigma del éxito, de lo que se debe, de lo que ha muerto.
Por un azar que no deseo comprender, escribió Jorge Luis Borges, todavía fondean como boyas sobre un mar cada vez más lleno de basura, aquellos profesionales docentes empecinados en la tarea de educarse y educar, afortunadamente flotando por coordenadas y destinos lejanos a la influencia de la educación por competencias -o educación bancaria como la llamaba El Abuelo Freire. Pero This is Colombia y nunca está de más darle otra vuelta a la pregunta, repasar desde la primera palabra en adelante. ¿Por qué no, llegados a este punto, mejor sacamos la última ficha del Jenga y desplomamos la endeble y compleja torre de la moral y la ética en la que terminan enjaulados los pájaros confundidos de los niños y los jóvenes? Mi pensamiento pierde señal cuando hablan del cuidado que debo tener frente a los estudiantes, el ejemplo que debo mostrarles por obligación.
Esta es la razón por la que no podemos observar la educación a través del halo del romanticismo, porque, bajo estas circunstancias, se encuentra condenada en doble vía. Por una parte, lineamientos, estándares, PEI y DBA, en su intento por sistematizar la práctica, inevitablemente facilitan que gran número de profesores repliquen modelos y estructuras que, sin la necesidad de una revisión muy sesuda, resultan ser ayudas mediocres a la hora de enseñar, pero, sobre todo, minan con tareas obsoletas una posible experiencia de aprendizaje abierta y transformadora. Al otro lado de esta bomba de tiempo, a las y los estudiantes se les garantiza una libertad y un crecimiento mediado por un ente externo: cortadas de tajo sus raíces como un bonsái, son seres que pueden florecer en la medida que obedezcan a pie juntillas las doctrinas y mecanismos de control de las instituciones educativas y sus currículos académicos. Quizás esta disertación adquiera un tono post apocalíptico, pero resulta coherente con los tiempos que vivimos, donde es legítimo sospechar, aunque parezca un pleonasmo, que el mundo tal y como lo conocíamos se extinguió hace tiempo.
Pero la nueva normalidad también ha generado múltiples posibilidades para que un reducido grupo de familias pague por un ambiente educacional alternativo para sus hijos, aquellas familias que reconocen el efecto que ellas mismas pueden ejercer sobre el proceso formativo de los niños, niñas y adolescentes, entonces les garantizan una amplia oferta de actividades artísticas, deportivas y científicas, lo cual, y lo que resulta sobremanera importante, conforma la cara opuesta del sector más amplio de las familias colombianas que se resignan a los barrotes y los abismos enunciados hasta este momento.
¿Qué le agregaría entonces el punk al aula de clase? La posibilidad de la búsqueda del conocimiento laico, científico y liberador, que se autoescribe por fuera de la margen, que genera unos beats y una melodía diferente, que perfecciona y legitima el cuestionar a la estructura de la vida adulta y el status quo.
Ser profesor punk, más allá de la cresta, los taches y el ruido, significaría tratar de agrietar cada día el huevo de la indiferencia y buscar qué hay más allá de las advertencias y del miedo, no tanto de los estudiantes, sino el propio a exponerse o equivocarse en el intento de recodificar las prácticas cotidianas de la enseñanza. Porque no es fácil ni inmediato hacer de la escuela o de la educación un motor potenciador de la ruptura y de la creación en todos los campos. Considero el aprendizaje punk, en este sentido, como lo que irrumpe, lo que surge tan excesivamente grande o extraordinario que no se tiene ningún parámetro para aprehenderlo totalmente, una especie de desbordamiento de la emoción y la inteligencia por encima de la experiencia común. Porque nuestras escuelas están llenas de estudiantes punk, esperando a despertar sus formas particulares de hacer y de pensar. A espalda de los afanes de la sociedad, antes de que se globalicen, se vuelvan emprendedores o productivos, un poco a la espalda de tanto deber ser: es necesario construir para estos estudiantes un relato pedagógico diferente que, en el complejo acontecimiento llamado clase, los interpele por lo distinto y coordine todos sus sentidos para aguzar en ellos algo de la genética humana que desaparece en las redes de la guerra, la injusticia y el odio.
Mantener así la posibilidad de conversar y discutir para formarnos en la diferencia, donde podemos equivocarnos y recibir una palmada que dice adelante; donde podemos regañarnos y sabemos que no habrá rencores. Una escuela punk con su gramática de encuentro formativo por la incertidumbre, que resiste a las presiones para que ya no se enseñe lo que sabemos, para que olvidemos lo que hemos sido. Ese es el objetivo y esa es la esperanza, tal como lo dijo el profesor Alejandro Álvarez Gardeazábal:
Acá, espero, en medio de las paredes ritualizadas de esta escuela, espero que se siga enseñando mucha historia, mucha aritmética, mucha geometría, mucha poesía y mucha geografía; que la palabra sea respetada en toda su trascendencia y que estos niños y jóvenes puedan vivir una experiencia diferente a la que la sociedad les ofrece, una experiencia en la que vivir no sea un “desafío” o un reality, en la que competir no sea el sentido de sus vidas, una experiencia en la que puedan compartir sin el afán de ser exitosos, innovadores o productivos. Ya habrá tiempo para tener que enfrentarse a ello. Acá esperamos crearles las condiciones para que sepan que vivir no es un reto para superar al otro sino para realizarse en la diferencia; y eso no es poca cosa, tampoco es un camino de rosas, es un inquietante tránsito que la escuela puede acompañar, si no olvida su encargo [1].
[1] Álvarez Gardeazábal, A. Volver a la escuela. Nodos y nudos, volumen 4, 2016.