Hace un mes que la vicepresidente de Colombia y ministra de Relaciones Exteriores, la abogada Marta Lucía Ramírez, envió una carta que llegó a los correos de algunos colombianos residentes en el exterior. Entre las circunstancias diarias de aquellos que por una u otra razón decidimos o nos tocó emigrar, recibir una nota de parte de este personaje resultó ser una rareza que con motivo de las celebraciones de nuestra independencia, el 20 de julio, suscita una respuesta pública. Debo expresarme un poco con el lenguaje de la misiva, saludar primero a los “compatriotas” desde una tierra lejana pero conectada, en la que Colombia difícilmente se encuentra ausente. Como historiadora, evito usar la palabra compatriota, pues prefiero pensar en los paisanos de hace ocho años, cuando dejé a mi familia, mis brujas, mis amigos, la buena salsa casual en las emisoras, las hamburguesas de calle en Bucaramanga, las frutas y la mora ácida, el agua pura que proviene del grifo, el frío de los páramos, las montañas altas sin carreteras y por fortuna, el vallenato fachoso y atronador con el que “la nueva ola” comenzaba a seducir a toda mi ciudad.
Al responder esta carta sentí la necesidad de comentarles que como Colombiana en el exterior no viajé a México para lavar los baños y las letrinas, no tuve la aspiración de ser una modelo de mínimas facultades y menos llegué con la gran ilusión moderna de conseguir un “Sugar daddy que facilitara todas mis metas profesionales. Tampoco me tocó de “mercenario asesino” o de “mula del narcotráfico” con medio de kilo de coca para luego ser víctima de trata y desaparecer en circunstancias raras y absurdamente lamentables. Como mujer santandereana y colombiana, emigré con el sueño claro y expedito de poder estudiar. Lejos de querer agraviar y demeritar el digno trabajo de otros “paisanos” que residen en el exterior, escribo desde la experiencia de una joven que situó en un mapa un punto en el mundo y que después de un competido proceso, logró por cuenta y generosidad de otro país, completar una maestría y un doctorado con una beca de estudios que le permitió dedicarse a leer, escribir, pero sobre todo a tratar la intensa curiosidad. Al igual que muchos colombianos y colombianas en mi situación, la posibilidad de apoyo a la investigación histórica emergió como un privilegio, luego de nacer, crecer, luchar y padecer en Colombia, en donde se debe pagar y endeudarse con cada centavo para que se pueda acceder a una educación pública con calidad.
Cuando recibí la carta de la abogada Ramírez, noté precisamente la intención de la remembranza que provocó las líneas iniciales. La evocación propia por un país que atraviesa los momentos más oscuros que nunca en la vida y con impotencia desde el exterior logramos imaginar. La frase inicial de su misiva, “es un honor saludarlos”, me hizo querer preguntarle públicamente por el honor del que se expresa. ¿Será el honor del vasallo a sus majestades reales o el honor de la complaciente opinión, la virtud, el silencio o el recato de las mujeres?, ¿el honor de su familia, el del padre, su marido, o la honorabilidad de su hermano?, ¿el honor de la funcionaria que no roba, el llamado “honorable” que no vive de las rentas y las dádivas del Estado?, ¿el honor de la élite colombiana, la nobleza indígena o la aspiración mestiza hegemónica usurpadora de tierras? o ¿se refiere al honor de la Policía Nacional y de los militares asesinos?, ¿es el honor de la ex reina, el de la cara bonita, la antítesis de la fealdad?, ¿el honor del Estado, el mismo que con sus acciones evade la responsabilidad con los derechos humanos respecto a la gestión de organismos supranacionales, entre ellos, la CIDH?, ¿es el honor que produce un perrito con pedigrí?, ¿o es el honor del campesino, del humilde, del pobre, del afro, del foráneo que poco comprende de conceptos, pero que puede llegar a matar en la cantina cuando las palabras ofenden tal dignidad? Si atendemos una mínima definición de la noción, que se atribuye por la RAE a las “calidades morales, la gloria y la buena reputación” o en un sentido histórico de la “honorabilidad” Real, que corresponde a las probanzas, los méritos y las circunstancias del pasado validado por los Reyes, ciertamente, el saludo con el “honor” y la “bendiciones” de Marta Lucía Ramírez en medio de la crisis en Colombia, bien pueden interpretarse como una vergonzosa monstruosidad.
Al pretender comprender lo que presuntamente no tenía intención de ofender, sin caer en la pedantería académica que se mantiene quieta no por terror sino por comodidad, en la lectura de la carta de la vicepresidenta y ministra de Relaciones la evocación por Colombia continuó. Las letras, comenzaron a señalar “la patria compartida”, una “nación que emociona”, paradójicamente por su “perseverancia” ante la desigualdad social. Fue inevitable pensar en la sosa imagen de la vice escribiendo o solicitando a un asesor malversado la inspiración y las palabras para hablar de la “patria”. Fue obvio, que no se refirió a los libros, no hay concepción de los discursos históricos que conformaron el patriotismo colombiano, entre otras cosas movido por las emociones de las guerras eternas y los sentimientos honoríficos que promueven la barbarie, de acuerdo a las armas de la autoridad. ¿Por qué habría de citarlos? No hay necesidad de compartir esas exhalas que probablemente desconoce, presentes en las revistas pedagógicas y periódicos del siglo XIX que dotaron de sentido a unos pocos, que los llevó a encargar estatuas, regalar tesoros precolombinos y edificar monumentos con la intensión despótica de manipular la Historia o de crear una. Por fortuna, vemos que en Colombia se promueve la reflexión propia respecto a sus hitos y sus grandes héroes nacionales gracias al paro nacional del que estamos muy bien informados. Es increíble la gran deuda adquirida con el movimiento social que potencia este debate y que demuestra la preocupación constante por el pasado, un pretérito que para muchos es una enorme carga y que discrepa de una realidad de patria alterna, en la que solo los gobernantes de la evocación, bufones y lambones parecen sobrevivir eternamente.
Ante las bachillerías y peroratas presentes en la nota sobre el COVID-19 y toda la frustración que ha generado la pandemia y el vandalismo, con lamento, con enojo, con frustración y como colombiana que reside en otro país, no pude identificarme con el sin número de mejoras sociales de treinta años que mencionó la vicepresidente en su carta. No vislumbré con alarde el fortalecimiento institucional, el alivio de las condiciones económicas, menos, la mejora al acceso a la educación. Por el contrario, no leí a una funcionaria, sino a una señora descarada inventando excusas para ofrecer una representación muy adecuada a la construcción histórica de una mujer conservadora, preocupada por las apariencias y agitada por contener “el qué dirán” mientras la casa se le incendia, se le destruye o se le cae. Se lee a una vicepresidenta y ministra de Relaciones Exteriores rezando deslucida por muros invisibles, justificando la muerte con soluciones fantasiosas, en actos públicos, incluso grandes instituciones, sin el más sentido de la ética, la piedad, de la compasión o de la empatía que ruega y exige el propio dogma que pretende trasmitir. Como colombiana en el exterior, no fue posible identificarme con esa “patria” que mencionó Marta Lucia Ramírez, en la que quizás ella misma se vea como una madre, esa quimera de clubes y de bonitos semblantes que sobrevive del ego, el narcotráfico, la maniobra de las armas, la manipulación de las cifras, las mentiras, la usurpación de tierras, el dinero ilícito, la falsa meritocracia, la prensa tendenciosa y el juego sucio por el poder.
Luego de un mes, ya mi enojo debería haber pasado al procurar que la razón contuviera mi cólera y jamás pretender juzgar a una mujer por su condición. Víctima de la sobre socialización que ya no normaliza la violencia en Colombia y de la que muchos colombianos en el exterior somos portadores, pensé que las cartas de los funcionarios públicos tendrían algo de valor. Sin embargo, todos los tonos conciliadores son vanos para recordar este 20 de julio, tras escuchar en días pasados, nuevamente el descaro de Marta Lucia Ramírez ante el Consejo de Seguridad de la ONU desconociendo la patria que lucha, los jóvenes que protestan, mártires de los honores inclementes de unos tontos abolengos que se resguardan en la impunidad de sus actos y la corrupción de sus costumbres privadas y públicas. Al pensar en generar propuestas e ideas, quizás, lo primero que la vicepresidente debe comprender, es que “ningún colombiano en el mundo, puede vivir mejor que en Colombia” —la frase de Gabo, nuestro Nobel— no solo es una lección, es el primer paso para percibir lo que urge con premura, sentarse al dialogo directo, arreglar y respetar los derechos humanos en “el desbarrancadero” porque tal vez los colombianos vivamos en otro país, pero jamás nos hemos ido o renunciamos a Colombia.
No es esa patria boba, conservadora de apariencias y con poca historia critica la que hoy nos representa. La Colombia que importa, es la patria de los estudiantes, de la educación pública gratuita y de calidad en todos sus niveles, de la laicidad, de los jóvenes, de los indígenas, de los afros y de las mujeres reales, de las víctimas del Estado, de los defensores de los derechos humanos, de los profesores e intelectuales, de los soñadores y luchadores constantes, de los obreros, de los artistas y deportistas conscientes, de los periodistas críticos, los campesinos, los grafiteros, los muralistas, los dibujantes, de las madres y las familias que claman y reclaman justicia, de los trabajadores, de los desaparecidos, de los poetas, de las flores, la Colombia del color, de los buenos y las buenas escritoras, de la memoria histórica, de los teatreros, de los detenidos sin causa, de la Primera Línea, de la justicia, de la verdad, de la comunidad LGTB, de los desplazados, del acuerdo de paz, de la reconciliación, de los raizales de San Andrés y Providencia, de las frutas dulces, de la mora ácida, la que protege el páramo, la selva, la minga y el agua.
En medio de los festines por la Independencia de los colombianos en el exterior, en algunos casos, cancelados por la emergencia de la pandemia, pero con la remembranza que acompaña la memoria, escribir sobre la Colombia que importa no es un descaro. Esa es la Colombia que nos alienta y nos soporta, es la Colombia valiosa, hermosa, solidaria, que resiste las dificultades, que siempre camina, canta y baila todo el vallenato fachoso y aturdidor, que nos enorgullece y que hoy no para de sufrir represión. El 20 de julio los ojos de todos están con ustedes, en la Colombia sin apariencias, la real y la que todo el mundo debe conocer. La abogada, Marta Lucia Ramírez, vicepresidenta y ministra de Relaciones Exteriores ya tiene una propuesta en la cual trabajar, reconocer y aceptar.
Una última cosa, por favor cero dineros desde el exterior para los “programas” sociales y la guerra contra los jóvenes que promueve el gobierno de Iván Duque. ¡Basta ya de tanta corrupción!