Mis días de colegio transcurrieron casi todos en colegios de “curas”, salvo los años iniciales que cursé en el Columbus School de la capital de la montaña. A pesar de ello nunca he tenido afinidad alguna con los miembros del clero, más bien prefería tratarlos de lejitos, pues en esa época prevalecían sus actitudes prepotentes, las cuales consideraba arcaicas producto de sus muchos años de dominación.
Sin embargo, mi trato con la mayoría de ellos siempre fue cordial, debido al continuo contacto que mantenían con mi familia, personajes que tuve la oportunidad de conocer y que marcaron una época de mucha recordación en la ciudad.
Los sacerdotes más destacados de esta ciudad como el padre Daniel Jordán, Ángel Cayo Atienza, los hermanos curas Blanco, Manuel Briceño, Luis Alejandro Jaimes, y en especial a Carlitos Martínez, durante muchos años Canciller de la Diócesis de Cúcuta, quien fuera el consejero espiritual de mi familia, eran visitantes asiduos del negocio de mi padre y esa circunstancia me permitió conocerlos más de cerca, despojados de sus dignidades clericales y cercano a sus cualidades humanas.
De todo el grupo de religiosos, se destacaba uno por su talante diferente, moderno y alejado del boato y el orgullo que los caracterizaba, se trata precisamente del protagonista de esta crónica y cuya breve biografía fue escrita por el padre Carlos Julio Mendoza G. el día de su ordenación sacerdotal.
Dice el padre Mendoza: “hoy, a las siete de la mañana en la santa iglesia mo Catedral, el excelentísimo y reverendísimo monseñor Pablo Correa León, dignísimo obispo de Cúcuta, administrará el sacramento del Orden Sagrado al señor Diácono Miguel Darío Sanabria Eslava.
Es una de las ceremonias más conmovedoras e importantes de la Iglesia y de honda trascendencia para la joven diócesis de Cúcuta, a la cual está reservado el mejor porvenir.
El joven neo-sacerdote nació en Gramalote el 23 de marzo de 1938 e inició los estudios primarios en el Colegio Parroquial del municipio de Matanza en Santander, institución fundada por el párroco Ricardo Durán.
En su colonial templo de piedra, recibió la primera comunión. Luego, en el seminario de Ocaña hizo el primer año de bachillerato, bajo la dirección de los padres Eudistas, corría el año de 1949.
Al año siguiente, ingresó al seminario de Pamplona en donde realizó todos los estudios secundarios hasta el 5 de febrero de 1954, fecha en que el excelentísimo señor obispo Norberto Forero, entonces Administrador Apostólico, le dio la sotana y lo mandó a estudiar a la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, con residencia en el Colegio Eclesiástico Aloysano, bajo la dirección de los padres jesuitas.
El 28 de marzo de 1957, el Nuncio Apostólico monseñor Pablo Bertoli, le dio la tonsura en la capilla de la Nunciatura, lo mismo que las dos primeras órdenes menores el 19 de marzo de 1958 y las dos últimas en 1959. Por delegación de monseñor Pablo Correa León, el señor Obispo Auxiliar de Bogotá monseñor Calderón le confirió la Orden Mayor del Subdiaconado, en la capilla del seminario Conciliar de Bogotá, orden fundamental y decisiva que impone dos obligaciones sagradas, el rezo del oficio divino y el celibato eclesiástico.
Recibió el Diaconado en la Catedral de Cúcuta el día 29 de julio de 1960 y posteriormente, en la mañana del ocho de diciembre del mismo año, fecha conmemorativa de la fiesta de la Inmaculada Concepción, el excelentísimo obispo de Cúcuta, rodeado de su clero y con vestido pontifical, con mitra y báculo, insignias de la plenitud de su poder, extenderá sus manos, en el mismo rito de los apóstoles, para que baje el Espíritu Santo y le ungirá las manos para consagrar y perdonar y enseñar, en la misteriosa transformación del hombre en un ministro del altar.
Y empezará una nueva vida: abrir sagrarios para dar un pan divino, desconcertar con un apostolado sobrehumano, hacer que triunfe la gracia y que los sacrificios lo coronen de espinas y de méritos.
Al apresurarnos a besar sus manos consagradas, en la más emocionante efusión de cariño y congratulación, le pedimos a Dios lo haga un sacerdote santo, jamás conforme con su estándar tranquilo de vida, de preocupaciones muy grandes, nunca injustamente pesimista, sobrepuesto a todo, dispuesto hasta la muerte, generoso perdonador de los agravios, amplio acogedor de todas las almas, que no solamente las espere, sino que vaya, como buen pastor, a buscarlas y a disputárselas palmo a palmo a sus enemigos.”
Hasta aquí, las palabras del padre Mendoza, quien como puede apreciarse, desplegó todos sus elogios y recomendaciones para augurarle al nuevo sacerdote los éxitos necesarios en el desempeño de su apostolado.
No volví a ver al padre Sanabria después de mi partida a realizar estudios universitarios pero algunas fuentes, de esas que llaman “el correo de la brujas” y que se acostumbran a reunirse en corrillos en alguna esquina, me informaron que había “colgado la sotana”.
Unos años más tarde, leía de Miguel Sanabria, rector de un colegio de la ciudad, pero la verdad es que nunca tuve la curiosidad de saber si correspondía al personaje que hoy mencionamos o de un homónimo, a veces tan común en nuestro medio.
Pero sea esta la oportunidad, cuando se acerca al filo del octavo piso, mencionar que en su paso por esta vida, fue más lo bueno y útil que resultó su tránsito que las dificultades por las que seguramente atravesó cuando decidió tomar otros caminos.