A Críspulo lo conocí en Tumaco, hace ya casi cuarenta años. Lo llamaban de todos los grupos de danzas que había en el puerto, porque sabían que no había otro como él para tocar el bambuco viejo, un currulao, un punto...
Críspulo ya era viejo entonces. Pero viejo de puro saber, no de tiempo. Y era un maestro de hacer, no de hablar. Y los jóvenes entonces lo querían para que los iniciara en los secretos de la marimba, porque andaba por el pueblo la idea de que con ella se alcanzaban no sólo los conocimientos de la música de los mayores sino, además, la sabrosura del cuerpo cuando se baila y el sentimiento de pertenecer a una comunidad.
El viejo Críspulo era serio, de una seriedad como la de los pescadores que salen a sus faenas a las dos de la mañana y se aventuran en un mar que sólo ellos conocen. Y la seriedad de Críspulo era la misma de las cantaoras en los velorios de santos y de muertos. Si lo sabré yo, que he sido titulado "cununero" en Salahonda, en una noche de velorio en la que me atreví a reemplazar al sudoroso y agotado Ancízar después de golpear los parches en media docena de arrullos y de bogarse media botella de chapil.
Como Críspulo, varias generaciones de la familia Torres, en Guapi, prefirieron quedarse con la insistencia del bordón y la alegría de los adornos en las notas altas de una marimba porque sentían que iban siendo los últimos cultores de una música que tiene detrás toda la fuerza de los negros que algún negociante de la vida quiso arrancar de las costas africanas hace ya más de cinco siglos.
Me han dicho que Críspulo murió ya hace unos años. A Tumaco no he regresado desde el último año del siglo pasado, y sé que es un pueblo muy diferente del que me acogió hace ya veintisiete años: entonces había música permanente, menos carros (la pavimentación de la vía a Pasto llenó de "serranos" los fines de semana de El Morro), y uno viajaba a Candelilla de la Mar, por el río Mira, y podía degustar décimas, adivinanzas, cuentos y canciones de la mejor tradición. Críspulo debe andar reunido no sé dónde con Benildo Castillo, el decimero que contó mil historias del Pacífico nariñense para que su gente no olvidara de dónde viene.
Los pueblos envejecen más cuando creen que se hacen jóvenes. Mejor dicho, se acaban. Y lo que acaba en un pueblo es la idea de identidad que va siendo arrinconada por las novedades que pretenden llevarlo a la fuerza a las modas.
Algunos amigos quedan aún tratando de recordar por la mayoría, y ensayan en un parque los bailes de los abuelos, y vuelven a las historias y a los cantos que aseguraron por mucho tiempo que las gentes del Pacífico tuvieran la savia de una identidad que tanto costó.
Otros descubren que pueden enriquecer a quienes quieren integrarlos a una difusa y dudosa "cultura nacional", y persisten en su empeño por redescubrir orígenes y tradiciones.
Hace treinta años todavía se escuchaba la voz de Faustino Arias Reinel contando la historia de los barbacoanos que, como él, llegaron a la costa de los ancestros Tuma huyendo de tragedias vinculadas siempre con el oro del río Telembí.
El maestro Faustino cantaba y encantaba con las Noches de Bocagrande, que muchos interioranos piensan que habla de Cartagena y no de la playa inmensa y hermosa donde se puede jurar amor eterno al vaivén de una hamaca, con una brisa interminable y un verde mar infinito que se arropa con millones de estrellas. Su Alma Tumaqueña se hizo himno, pero ya pocos saben de su autor y del sentido de sus versos.
Como Críspulo y como Benildo y como Faustino, todavía andaba en mis tiempos de habitante de Tumaco Leonidas "Caballito" Garcés, gozón, dicharachero, encantador, poseedor de una sonrisa grande, como la que pueden mostrar quienes se saben ciertos en sus expresiones.
Si no es de chonta la marimba no suena como debe. Se sabe más allá del río Mataje, una frontera inventada por gentes que adoptaron como tradición la burocracia y el apetito por el poder, en Esmeraldas, donde se canta y se baila igual que en Tumaco porque los dos pueblos han compartido olvidos y penurias.
Que esto no sea cuento es bueno, porque de otro modo habría quien imaginara que se habla de ficciones. Y es bueno porque seguramente la evocación de personajes que hacen música y cuentan historias, y cantan, puede inspirar o emocionar o alentar a quienes hoy se sienten perdidos o extraños o exiliados en sus propios suelos.
Que no se quede en cuento puede ser mejor...