Creería, sin ínfulas de teórico, que una parte del sentido mismo de la humanidad se apoya en un binomio sencillo de expresar: asentamiento y migración. Es decir, cómo los grupos humanos han ido del nomadismo al sedentarismo. En la forma en que han establecido relaciones socio-ambientales y territoriales con sus condiciones más próximas como el paisaje, el clima, la tierra y el agua. Una cara de la moneda pretende describir las relaciones de un grupo sobre un solo territorio y cómo en él encaran todos los avatares de la vida, cómo logran conformarse en una zona que no les es hostil; y la cara reversa de la moneda busca hablar de aquellos grupos que no encuentran resguardo, ni realización, ni plenitud en un área específica y se ven incentivados, cuando no obligados, a desplazarse y migrar a buscar otras condiciones que le permita hacerle frente a la vida.
Chile desde hace unos años se ha vuelto país receptor de inmigrantes, ha recibido a peruanos, haitianos, colombianos y venezolanos. Aquel delgado país de 4.300 kilómetros de largo y de escasos 177 kilómetros de ancho en promedio, atrapado entre la Cordillera de los Andes y el Océano Pacífico, limitado por el Desierto de Atacama y por la eternamente congelada Tierra del Fuego, alberga a 17 millones de chilenos y otros tantos de diferentes nacionalidades de origen.
Entre esos miles, aunque me atrevería a decir millones, de inmigrantes conocí 4 historias, 4 caleños que se fueron a otro Santiago. Buscaron un Santiago frío, grande, extraño, introvertido, a veces bipolar y depresivo pero cautivador; y sobre el mismo litoral pacífico pero al norte del subcontinente suramericano, dejaron al Santiago caliente, fiestero, rumbero, cínico y escaso pero que es su terruño.
El que menos tiempo lleva es Eduardo, de pinta atlética, alto y fanático al baloncesto. Tiene 38 años y hace 6 meses vive en Chile. Su esposa y su hijo llevan más tiempo allá, y de Iquique se mudaron a Santiago cuando él llegó. En Cali trabajaba con la Secretaría del Deporte por medio de contratos de prestación de servicios y a términos cortos, y también se la rebuscaba con grupos de niños de barrios populosos a los que entrenaba. Le faltó el último semestre y el trabajo de grado para titularse como Profesional en Estudios Políticos de la Universidad del Valle. Está trabajando en un estacionamiento con horario volátil, a 30 minutos en bicicleta de la pieza en donde vive con su esposa y su hijo de casi 20 años, junto con otros colombianos y venezolanos. Tiene un “pana” con el que en los 4 meses que llevan en el estacionamiento se han convertido en casi hermanos. En la lejanía las afinidades y cercanías son diferentes. Eduardo, pretende profesionalizar y homologar un título en política exterior para poder realizarse como profesional sin desmeritar su situación actual que él considera ha ido progresando y mejorando.
Evelia lleva 3 de sus 52 años de vida en Santiago de Chile. Llegó a rebuscárselas, como todos. Lavó platos en un restaurante, vendió empanadas al hombro, y se ofreció para cuidar ludópatas, todo por brindarle un mejor futuro a su hija, que rondaba los 20 años cuando se fue. Sin embargo, la suerte le brilló cuando accedió a hacer oficios varios en una empresa. Ella, docente de preescolar de formación y convicción, entró a la empresa a asear y ordenar oficinas, escritorios y espacios comunes. Sin embargo, y como la vida es caprichosa, Gregorio, el octogenario dueño de esa empresa y otras más, se fijó en ella de formas que trascendían lo laboral. Se inició un romance en el que ella poco a poco lo aprendió a admirar, a querer, a cuidar y a acompañar, pues para asuntos personales se volvió su mano derecha. Ahora, y sin buscarlo en absoluto, vive en uno de los sectores más exclusivos de Santiago con Gregorio y Tod, un perro de 1 año y medio que saca a pasear a un parque que cualquier ciudad del mundo envidiaría. La vida de esta ex docente de preescolar que trabajaba para la Secretaría de Salud Municipal dio un giro radical para mejorar las condiciones de vida de ella, de su hija, de su madre y para asegurarse un futuro en Colombia. En últimas este es su terruño, su acento y su piel la llaman a regresar a este Valle soleado.
Luna recién cumplió 29 años y desde los 23 está allá. Se fue con su novio de ese entonces buscando oportunidades, con el proyecto de construir algo allá. Esta enfermera vive en uno de los tantos sectores céntricos que Santiago con su máquina de crecimiento inmobiliario ha gentrificado. No es un espacio muy grande, pero ella se cuestiona que para qué un lugar más amplio. La joven enfermera de baja estatura y contextura delgada, “petit” como dirán algunos, trabaja en una clínica estética donde también hay pereiranas, venezolanas y chilenos, todos abrigados bajo una sola bandera: hermandad. Se ha construido una vida que no estoy muy seguro si estando aquí lo hubiera logrado en 6 años. Luna se está realizando como profesional lejos de su patria, encontró oportunidades como extranjera, como nómada con rumbo, como inmigrante bien recibida. Desde hace 3 años vive con su madre, una señora gorda de sonrisa generosa, de acento marcado y que se quedó sin contrato en la Administración Municipal de Yumbo, lo que la motivó para irse a vivir con luna.
Clara a los 49 años se fue para Chile, pero no para Santiago, sino para Melipilla, un pueblo a 1 hora de la capital. Ya lleva 8 años allá y es el mejor ejemplo de cómo una quiebra económica, una crisis de vida se convierte en una oportunidad para rehacer las cosas, aunque lejos de su terruño. Luego de que su proyecto de vida con su esposo fracasara y la dejara en la lona, tenían pensado reinventarse en España, sin embargo una familiar le insinuó Chile. Su esposo es médico y empezó a realizar los trámites para irse a trabajar a Chile. Lo aceptaron con los brazos abiertos y durante 6 meses se tuvieron que separar. Él se fue, Clara y su hija se quedaron en Colombia. Luego, una restructuración en la empresa donde Clara trabajaba hizo que su ida al país austral se adelantara. Soportó el primer helado invierno, siempre el primero es el más difícil. Luego, junto con otros inmigrantes, organizados en una iglesia católica, montaron un restaurante de comida japonesa con especialidad en sushi. Ella y sus socios, una brasilera y un paisa, se reparten por partes iguales las responsabilidades, deberes, ganancias y pérdidas. Lleva 5 años con un negocio exitoso con el que ayuda a inmigrantes incluyendo una sobrina suya, su esposo tiene 3 empleos como médico, su hijo está en Estados Unidos, y su hija estudia en la Universidad Católica de Chile, nada barata por cierto. Ya tiene una casa propia, una camioneta y, lo más importante, se llevó a vivir a su madre con ella. Si bien se fue por buscar mejores condiciones económicas, ahora se considera una cuasi exiliada política, pues esta sindicalista bancaria de vieja data, afín a las ideas de izquierda, progresistas y medio socialistas le tiene pavor a la actual cuadrilla que manda en Colombia.
Cuatro historias cortas de cómo los que se van no se van del todo, no se van en todo pensamiento, ni en todo sentimiento. Dejan atrás familia, recuerdos, sentimientos, experiencias, nombres y vivencias. Migran conscientes de lo difícil que será el proceso, de las dificultades de adaptación tanto a las personas como al clima, pero se van porque hay un territorio que nos les permite crecer, ni crear, ni sentirse plenos. Hay una fuerza expulsora que se resumen en pocas, bajas y malas oportunidades laborales y profesionales, y hay otra fuerza, menos potente, menos transgresora que los atrae, que les abre espacio en una economía cada vez más consolidada, en una institucionalidad más definida y menos platanizada. Tenemos que ser capaces de mirarnos al espejo y entender por qué Colombia es una nación de expulsora de sus ciudadanos, la razón por la cual tantos de nuestros compatriotas deciden emigrar. La pregunta que recae sobre nosotros es: ¿quiénes son los valientes?, ¿los que se van o los que nos quedamos?