Parecía retar a la misma naturaleza cada vez que se dejaba venir con sus preguntas impertinentes, cargadas con la más pura ironía que tuviera a su alcance y con todo su esclarecido sarcasmo y mordacidad; otro de los rasgos que definían su personalidad, porque así ha sido siempre y así lo será cada vez que quiere sacarle la piedra a sus contertulios, la mayoría de ellos acartonados y de una rigidez tal que nunca suelen reírse ni de ellos mismos. Buena parte del espacio de aquel salón público lo ocupaban tres mesas rústicas de madera, pintadas al desgaire con colores alegres, y una serie de taburetes de madera recostados a la pared, de manera que cada quien cogía el suyo y lo acercaba a la mesa, y muchos de ellos tenían la costumbre de sentarse acaballados, con el pecho contra el espaldar de cuero.
Fue cuando se le dio por preguntar qué se habían hecho las inundaciones, ya que hacía años no escuchaba noticias de ellas. En cambio, en varios pueblos cercanos, como Caucasia y Nechí, quedaban atrapados sin remedio bajo las aguas de aquel río que muchos años atrás era la despensa de donde se sacaban los peces más exquisitos para el deleite de todos, además de ser el sitio de encuentro para los nadadores que se ufanaban de cruzarlo, aún en las peores crecientes.
Entonces recordó la historia de la señora que, a mediados de 1993, es decir, en el siglo que acaba de pasar, fue arrastrada por las aguas del río Tigüí mientras se hacía el aseo personal en un improvisado baño en Residencias El Minero, un negocio ubicado en la calle los Kioscos que servía como primera estación a los viajeros que tomaban el rumbo incierto hacia las selvas de Guamocó en busca del codiciado metal amarillo. Y era el Tigüí porque El Bagre tiene a su haber dos ríos que coronan su cabecera: el primero que nace cristalino y puro en las selvas del Sur de Bolívar, allá en Simití, con sus más de 40 kilómetros de recorrido, poco navegable y que luego recibe las aguas del río Don Wá antes de ingresar a Antioquia por Puerto López y el Nechí, que se desparrama aguas abajo desde los bosques de Yarumal, a pesar de que se le conoce con otros nombres en su génesis en las laderas de La Estrella, en el sur de Medellín.
El accidente casero de la señora fue la primera campanada de alerta sobre lo que se veía venir porque más tarde se fueron cayendo a pedazos los negocios de Bruno Garrido y su almacén de telas, la ferretería de José María Uparela, quien fue salvado por unos segundos pues cuando las aguas decidieron venir por lo suyo él atendía el llamado de un vecino y eso lo salvó para contar el cuento.
De allí siguieron varias heladerías, salones de billar, una farmacia, los baños públicos y las casas de Azarías Ortega y Graciela “Chela” Alcántara. Las noticias dijeron que el domingo se desplomó el muelle central y el restaurante Flor del Tolima. Su propietario, Luis Adolfo Noreña, se quedó sin qué hacer, así como sus diez empleados. A un lado del negocio, por esas paradojas de la naturaleza, su casa se resistía a la catástrofe y su dueño hizo todo lo posible por mantenerla en pie de lucha, quizá como una prueba de la terquedad de quienes han aprendido a convivir esos retos y como un testigo mudo de lo que pudo haber pasado a lo largo de los más de 750 metros que estaban en riesgo de ser devastados por las violentas aguas del río.
Los siguientes días fueron casi todos iguales, sus habitantes abrían la puerta del patio, que es un decir puesto que el llamado patio era la orilla del río, y calculaban los metros que el cauce les había quitado y luego de las sumas y las restas se disponían a imaginar cuándo sería la hora llegada, porque ninguno de ellos tenía la certeza de salir a ninguna parte. Tal cual sucede hoy en día en aquellos sitios abandonados y sitiados por la naturaleza, a quien se le ve como enemiga, a sabiendas que ella solo recupera el sitio que nosotros le arrebatamos, pero eso es otro tema.
El problema del río Nechí había sido diagnosticado por un personaje que dio mucho de qué hablar por esos tiempos y que lo hizo público en un libro bajo el nombre de “Los piratas del oro”, cuya circulación apenas logró trascender los límites del pueblo, pues su autor se hizo rico cuando explotó una mina que dio origen a la empresa “Los Colonos”, establecida en Puerto López y cuyo argumento central e incontrovertible hasta el sol de hoy es que todo se debe a la explotación inadecuada y anti técnica de la minería en la zona, de donde sale el 80 por ciento del oro que produce Antioquia. Así de simple. Y agrega en sus páginas que el río Tigüí cambió su dirección normal dos kilómetros antes de la confluencia con el Nechí, frente al perímetro urbano del pueblo, y luego el curso fue desviado por la sedimentación que en un alto porcentaje dejaban las dragas de la compañía minera y las retroexcavadoras de los pequeños mineros y barequeros, muchas de ellas de propiedad del autor del mencionado libro, que ahora anda por sus propios rumbos: Gustavo Saldarriaga.
Con su cauce normal, el Tigüí actuaba como una barrera natural cuando sus aguas se confundían con las del Nechí, pero como se perdió esa contención, la corriente se volvió más potente y golpea de frente desestabilizando las bases de los muros de las construcciones ribereñas. Por eso, hasta esa fecha los intentos de solución debieron surgir de la misma comunidad, quienes plantearon tres alternativas para hacerle frente al reto de la naturaleza: una era dragar el río y hacer una playa de unos 60 metros, alejándolo de las orillas del municipio; la segunda, hacer defensas con gaviones o con espolones, y la otra, trasladar la zona urbana a terrenos más firmes. Y aunque todas las alternativas parecían acertadas, ellas tenían su propio inconveniente: no había el suficiente dinero para hacer realidad ninguna de las tres y lo malo de todo era que mientras llegaban las comisiones del gobierno departamental o nacional a hacer estudios, el pueblo seguía amenazado por aquella espada de Damocles.
A todas estas el alcalde del momento, Jairo Arango Zuleta, había hecho el balance oficial de los estragos causados por el río hasta esa fecha: Una amenaza seria contra 45 establecimientos comerciales entre farmacias, heladerías, hoteles, almacenes de abarrotes y otros. El parque principal, 22 viviendas y las instalaciones de la Alcaldía también estaban amenazados, al igual que todas las edificaciones situadas a lo largo del corredor conocido como la avenida Rodrigo Mira, una de las más antiguas y la más comercial de El Bagre. Incluso muchos conocedores de la corta historia de la población lo habían expresado como una profecía natural y era que el río podría partir en dos a la cabecera por la sencilla razón de que era natural que buscara su antiguo cauce hasta dar con la laguna que corría hacia Portugal, lugar en donde se uniría con la quebrada de Villa, de cuyo desastre nadie podría escaparse, dijeron aquellas voces.
Es decir, para quienes hoy están allí, el río tomaría la calle aledaña a Depósitos Medellín y como galope tendido y sin que lo frenara el Club Amistad, también haría trizas la pista de aterrizaje y lo que estuviera construido en su momento en aquellos tiempos, hasta que apareció la figura providencial de un médico venido de las tierras de Gómez Plata, quien a pesar de tener sus propios “espantapájaros”, tuvo la genial idea de construir el malecón, que salvaría al pueblo de la tragedia, hasta el sol de hoy.
El médico, de nombre Fabián Octavio Palacio Zapata, fue elegido alcalde y fue quien logró hacer realidad la obra que hoy hace parte del paisaje, pero que fue definitiva para que esta historia hubiera tenido un final feliz. Pero esa la contamos luego.