Un golfista. El mejor de la historia de su país. Un deporte de los pocos que lo pueden pagar y en su país sí que son escasos. Más bien discreto, tiene unos años estelares que lo llevan a lo más alto del juego en el mundo. Viene años de una gran caída, lesiones, juego regular y el golfista se vuelve cada vez más silencioso. Esporádicamente comparte algo sobre su vida con las bicicletas y no mucho más. Tiene una hija. Hace un par de meses se entera de que su hija tiene una enfermedad gravísima. Llora tres días. La ve luchar y se inspira. Esta semana, su esposa lo convence de volver a jugar. Cuenta al mundo su viacrucis, y pide que no le tengan pesar, sino que le manden buena energía y una oración. Dice, “No sé donde tengo la cabeza, pero sí sé donde tengo el corazón”. Sale a jugar. Hace una ronda de golf espectacular.
Un cantante. Saltó a la fama algo tarde, con una canción que era para una publicidad, en dónde le cantaba a una flaca que no pudo besar, en algunas noches que pasó en la Habana. Llega a la cima de la música, discos, premios, conciertos. Letras sencillas, del amor en general, del desamor. Hace 5 años anuncia que tiene cáncer. Agresivo. La lucha: hace todos los tratamientos y, poco a poco, vuelve a cantar. Altibajos con el cáncer. Hace un par de meses, en lo más alto de la pandemia en su país, saca un vídeo y anuncia que vuelve. Que va a cantar, que tiene cosas por decir, que va a tocar la guitarra. Que apenas pase la pandemia, nos vemos en el concierto. Unos días después lanza el primer video del nuevo disco. La protagonista, su hija, que baila. El, delgado, canta feliz. Fue buen papá, finalmente. Su hija fue su motivación, y la guitarra. Falleció, deja su último disco, el homenaje a su hija, y miles de sonrisas de los que lo escuchamos durante años.
Un hombre con aguacates. Lleva años haciéndose en la misma acera. Limpia los aguacates por las mañanas, un amigo lo lleva en un taxi con las bolsas de aguacates, recoge el carro aguacatero en un parqueadero de la zona y espera a sus clientes que ya saben dónde está. Juega limpio, escoge bien el aguacate, sonríe con la venta. Un virus le pega al mundo y ya no hay gente en las calles, no hay esquinas, solo hay aguacates en los supermercados. Respeta las órdenes del gobierno. Después de varias semanas, no hay un solo peso más en los ahorros. Empieza a salir, intenta volver a la esquina a ver si se acuerdan de él. Algo, pero no mucho. Lo atracan. Hay hambre, maldad, pobreza. Pierde unos aguacates y unos pesos. El carro de los aguacates no, quién se va a encartar con eso. Se reinventa, es la frase horrorosa de estos días. Empieza a caminar con el carro, si los clientes no van, el va. Grita, fuerte y claro, “Aguaaaacates, llegó el del almuerzo”.
Una mujer en el quinto piso. No venían bien las cosas. La crisis de la edad media, le llaman. Algunos amores que nunca funcionaron. Ninguna pasión en el trabajo. Los hijos que no llegaron. No fue el camino que esperaba. Tiene un perro, ya está viejo. Empieza la pandemia y vuelve a vivir con la mamá, que no ha sido relación fácil, pero están solas cada una, mejor acompañadas. Empiezan unos días amables con la mamá, la hija fuma un poco en el balcón, lo había dejado, se toma un trago. La mamá enferma, algo pulmonar. Puede ser el virus, el médico la revisa en casa. La hija pierde el trabajo, la empresa ha cerrado. No le importa, le importa su mamá, es más ve una oportunidad, buscar otro camino en la edad media. La mamá pasa muy mala noche, van de urgencia al hospital y fallece al otro día. Vuelve a casa, recoge al perro y lo lleva donde una amiga, le dice que no lo puede cuidar, que necesita hacer los trámites para despedir a su mamá. Hace unas pocas vueltas, ve el anuncio de los muertos del día por el virus y se pregunta si su mamá era uno de esos. No importa ya. Organiza las cosas, llega a la casa, se fuma el último cigarrillo, el último trago, y se lanza, en paz.
Unos músicos. La música, como experiencia colectiva, ha terminado porque se supone que el virus viaja con la saliva, se contagia con más facilidad en espacios cerrados o donde hay miles de personas, y estamos tratando de evitar más contagios. La música es la vida, pero se apaga para proteger la vida. Debe ser cuestión de tiempo no más, qué sentido tiene apagar lo que le da sentido a la vida por siempre. Ninguno. Al mariachi el análisis de la transmisión del virus no le resuelve el problema que tiene, y es que vive de cantar. Trata de hacerlo por zoom, no funciona. Sale a las calles, el último cartucho, todo o nada, y canta desde cualquier esquina. La experiencia es maravillosa: las personas, al comienzo, no sabían qué pasaba. Los grababan pensando que algún vecino había contratado una serenata. Nada de eso, el mariachi está cantando al que lo quiera oír. Los noticieros, lo cubren. Caen billetes y bolsitas con algunas monedas. El mariachi más agudo sabe que es un momento, que vendrá el cansancio del público. Los demás músicos observan y copian: salsa, vallenato, baladas, algunos bailan. No es fácil, hay competencia por el espacio y el público no es fácil de conmover, a veces no quiere oír nada e insulta desde la ventana. Difícil coordinar a tantos músicos, tantos géneros, tan poco público interesado. Y, ¿qué alternativa tienen los músicos?
Yo fui muy feliz cuando el músico, solo con su acordeón, cantó los Caminos de la Vida, de los Diablitos, que es una canción que conocí muy joven y siempre me gustó. Bajé, le di un billete y le di las gracias, miró de vuelta amablemente, y siguió la tonada.
@afajardoa
El mariachi vive de cantar y no tiene más opción, sale a las calles, el último cartucho, todo o nada, y canta desde cualquier esquina